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Font y Parellada , con un cuadro del primero en el restaurante de Ramón

Trescientos pasos contados me separan de Picasso (de su emblemático museo en el Borne de Barcelona); duermo en una casa centenaria que albergaba a quienes emprendían el viaje, casi siempre sin retorno a las Américas, entendido con ello a las provincias ultramarinas de España. Este mesón,  de lujos impensables entonces, “da de comer y dormir” en un marco que el lenguaje cinematográfico nos ha obligado a pensarlo más como un set que como la realidad de belleza arquitectónica que nos deja pasmados. La calle donde nació Joan Salvat Papasseit, el excelso poeta anarquista, casi enfrente a Santa María del Mar, recuperó su verdadera voz; se llama ahora Argentería, ya en catalán, después del interregno del franquismo que se metió hasta con la sopa de la ciudad Condal, la que había que sorber en cristiano, es decir, en castellano, como lo afirmaban los cuarteleros del pasado régimen. No desperdicio ocasión para recordar la ignominia de ese pasado; me toca muy de cerca la interrupción de esta cultura, por apellido y por orígenes ancestrales. Lo mío es una suerte de revancha a trasmano que se ceba en la afirmación de valores indiscutibles, como los de las cosas de la tierra catalana que luego trascienden al arte, a la gastronomía, a la manera de entender un mundo que aporta peculiaridades en el diseño, los sabores, la expresión literaria y otras cosas que  cuentan en la vida.

No lejos de allí, a tres largas cuadras para ser precisos, tiene lugar uno de los paseos únicos del mundo. Llevo algunas generaciones desandando las Ramblas de Barcelona. Mi llegada a esta ciudad Mediterránea se cumple simbólicamente hasta que piso las Ramblas de nuevo. Es una suerte de ritual que me permite cruzar con los fantasmas de mis antepasados en una armonía que dice más de las nostalgias bien asumidas que de las añoranzas trasnochadas. Por ejemplo, vuelvo a ver a mi padre caminando a sus veinte años rumbo al exilio. Yo volví en su lugar. Él no quiso regresar, porque como muchos republicanos esperó en vano  que muriera el esperpéntico dictador. De la herencia allá conservamos solo unos cuantos metros cúbicos de mi abuelo, y el de un tío, –su nicho– muertos ambos en los años treinta del siglo pasado. En el viaje que reseña estos recuerdos iré a pagar los llamados “derechos perpetuos”, que solo duran diez años, de ese túnel del tiempo que representa nuestro pied a terre definitivo en el cementerio de San Andreu. Allí subyace una cosa digna de mención. Antes de partir para Veracruz, en un navío pleno de sueños deshilachados, miseria y desesperanza, mi padre escribió con un lápiz su nombre sobre la lápida del muro donde reposa mi abuelo y la escritura se conserva hasta hoy como un jeroglífico de nuestra genealogía. 

Al inicio hablé de Picasso porque su museo en Barcelona queda atrás de los Banys Orientals, el hotelito boutique que levantó don Ramón Parellada sobre un viejo edificio con restos romanos en los sótanos. Conocí el restaurante en mis años catalanes de la postolimpiada y viví de cerca con Ramón los sueños vueltos realidad de un hotel de buen gusto (cuarenta y tres habitaciones) que ya se incluye entre los diez más buscados de Europa en su categoría. El hotel mantiene detalles que seducen por su simplicidad hospitalaria. A la entrada de cada uno de sus cinco pisos  hay un cesto de cerámica blanco lleno de manzanas verdes, rojas y amarillas. Un toque de Cezanne que se agradece en las mañanas tempranas antes del desayuno. En otra mesa hay periódicos locales, entre ellos El País y la Vanguardia y un refrigerador de puertas de cristal con aguas minerales de distinta procedencia, privilegiando la Vichy Catalán. Todo eso es parte de las cortesías que remata una instancia inscrita en eso que llaman estilo minimalista, con regalos de productos de belleza en baños de muros elegantemente pintados de negro. Abajo, en las dos primeras plantas hay un restaurante con algunas de las muestras más auténticas de la cocina catalana de las abuelas. Desde los canelones que se siguen comiendo los días de Navidad, hasta los calderos de Carn de olla y los arroces secos o caldosos de perfumes que cortan el aliento a cualquier admirador de los frutos vivos del mar mediterráneo. Senyor Parellada se ha vuelto una referencia obligada entre los establecimientos de reconocida valía gastronómica de la ciudad condal, y suele estar siempre lleno. Hay filas hasta la calle todas las noches y no cierra ningún día de la semana. Remata su oferta con estupendos vinos Negres, de la casa –así sí se le llama en catalán a los vinos tintos–. Y los elogios serían insuficientes si no habláramos de su gente calurosa con vocación profesional de servicio, entre quienes encontramos, además de catalanes, a una muestra de la globalidad: bellas jóvenes de Venezuela, China, Colombia, y Ecuador desplegando atenciones y dulces acentos. 

Ya desde mis viejos tiempos de visita a Senyor ParelladaRamón conservaba colgado de la terraza un añejo cartel que propuse convirtiera en postal de promoción. Adicionalmente, a su sabor histórico en sepia, le descubrí ritmos de poema. El vetusto letrero recuerda que la “Gran Casa de Viajeros” tenía cubiertos desde dos pesetas y hospedajes desde cinco con desayuno. Y la nota que seduce reza: “Esta casa da razón de entradas y salidas de trenes y vapores de todas las líneas y se proporcionan pasajes para todos los puertos de las Américas. Además cuenta con un servicio especial para acompañar a los señores viajeros por todo Barcelona lo mismo que a los baños y particularmente donde el pasajero desee. Los mozos por este servicio no cobran nada, dejándolo a la buena voluntad del pasajero”. 


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