Desde antes del advenimiento al poder de Donald Trump, el tema de una guerra comercial de la gran potencia americana con China ha estado en el orden del día. La mesa siempre ha estado servida para que los dos jefes de Estado se enfrenten en un mano a mano en el terreno de los intercambios mundiales.

Es que las cosas no empezaron bien entre los dos grandes. El aperitivo en la mesa de las relaciones mutuas fue la amenaza de Trump, candidato, de establecer aranceles de 45% a los productos chinos. Hablamos de que en Estados Unidos entran desde China productos por 385 trillones de dólares.

Pero el presidente recién estrenado no tardó demasiado –al igual que en otros campos– en percatarse de que Estados Unidos tendría tanto o más que China que perder si se les diera un portazo en la nariz a los socios comerciales chinos. La industria y las empresas norteamericanas se verían severamente afectadas si, por ejemplo, las industrias americanas generadoras de altas tecnologías tuvieran que prescindir de las empresas que las manufacturan del otro lado del Pacífico.

El gobierno en Pekín no reaccionó altivamente ante la desfachatez del nuevo presidente de la nación que le disputa a China la primacía comercial mundial. No solo Xi no se puso los guantes, sino más bien se las arregló para ponerle números a la discusión y presentar las evidencias de los perjuicios para el otro lado de la disputa. Fue así como en el departamento de comercio americano se desayunaron con el daño que sufrirían los 150.000 empleados de la Boeing en suelo gringo, si la firma tuviera que suspender el suministro de los casi 7.000 aviones que los chinos les comprarían en los próximos 20 años, un mercado que apunta a más de 1 trillón de dólares en guarismos americanos.

Con los meses, esta medición de fuerzas a la que estaba atento el mundo entero se ha ido debilitando. El equipo comercial de Trump no desea dar demostraciones de debilidad y, de tiempo en tiempo, las frases altisonantes vuelven a poner en el tapete temas como los perversos subsidios comerciales chinos o como el espionaje de empresas, asuntos que, en efecto, perjudican a Norteamérica.

Así, pues, de parte del poderoso Xi no ha habido respuesta pública. Por el contrario, sí han habido acercamientos para dirimir las diferencias comerciales que, sin duda, perjudicarían por igual y severamente a China.

El caso es que lo que pareciera estar ocurriendo es que ambos colosos son conscientes de los perjuicios que un enfrentamiento traería a cada lado de la ecuación y, por ello, mientras en los órganos internacionales como la OMC las posiciones de cada uno son agresivas y señalan a su contraparte como el gran culpable de los desajustes comerciales mundiales, por debajo de la cuerda los funcionarios de Pekín y de Washington van, paso a paso, concluyendo acuerdos que hacen pensar en un entendimiento más que en una diatriba.

La guinda de la torta de lo que se está cocinando subrepticiamente entre los dos grandes, mientras el mundo sigue a la espera de la eventual guerra comercial que haría tanto daño a terceros como a ellos mismos, ha sido el hecho de que una delegación norteamericana del equipo de cabecera de Donald Trump ha estado sentada como invitada en las reuniones convocadas por Xi para estructurar su más querido proyecto de influencia comercial regional: la Ruta de la Seda.

El juego chino ha sido magistral. Para ello lo secundan milenios de sabiduría. Y un sentimiento que proviene más bien del ideario popular occidental en cuanto a las actitudes de su socio norteamericano: perro que ladra, no muerde.


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