Resultan curiosas las vueltas que pueden dar las ideas. O las emociones. Veo por casualidad otra vez esa curiosísima película del mago del cine contemporáneo, Christopher Nolan, Interestelar (2014), en la más insondable de las noches venezolanas. No hay ruidos ni de automóviles ni de gente que habla.

En las pantallas de cine impacta Dunkerque, el acto de prestidigitación más reciente de Nolan, sobre el rescate de la Segunda Guerra Mundial ocurrido en una playa francesa. Pero en los canales de cable uno puede perderse en la trama de un planeta a punto de extinguirse, azotado por nubes de arena, que debe buscar una salvación en el espacio profundo.

En medio de una ciudad que no suena cuando oscurece, oigo una frase que me conmueve. “El miedo a morir no se puede programar”. La ciencia ficción perdurable ha sido capaz de hablar de cada uno de nosotros aun en el más distante de los mundos.

Jorge Luis Borges se pregunta en relación con las Crónicas marcianas de Ray Bradbury: “¿Qué ha hecho este hombre de Illinois, me pregunto, al cerrar las páginas de su libro, para que episodios de la conquista de otro planeta me pueblen de terror y de soledad? ¿Cómo pueden tocarme estas fantasías, y de una manera tan íntima? Toda literatura (me atrevo a contestar) es simbólica; hay unas pocas experiencias fundamentales y es indiferente que un escritor, para transmitirlas, recurra a lo ‘fantástico’ o a lo ‘real’, a Macbeth o a Raskolnikov, a la invasión de Bélgica en agosto de 1914 o a una invasión de Marte”.

He recordado este asombro de un hombre que no podía ver y que sin embargo veía demasiado, al avanzar en la trama de Interestalar. Recordemos. La Tierra ha agotado sus recursos. Se acerca el fin. Vienen hambre y caos. Un ex astronauta llamado Cooper (Matthew McConaughey) quiere pensar que existe un futuro diferente para sus dos hijos. Le preocupa mucho Murph (Mackenzie Foy), la niña que lee señales en su cuarto de un fantasma.

Cooper sigue las señales y llega a una instalación secreta de la NASA. Allí conoce al profesor Brand (Michael Caine), quien dirige un plan para salvar a la humanidad: un viaje espacial para encontrar otros posibles planetas habitables. Solo esperan por la llegada del mejor piloto, que no es otro que Cooper.

Una vez en el espacio, la tripulación tendrá que pasar por un agujero cósmico vecino a Saturno para poder acceder a otra galaxia. Como suele sucederles a los astronautas, tienen acceso para comunicarse con sus familiares. De esa manera se enteran en órbita de lo que se han perdido en la Tierra.

Curiosamente, en ese momento, cuando Cooper comienza a entender que el tiempo pasa en su travesía y se pierde demasiadas cosas que hubiera querido presenciar, como el entierro del padre de su esposa, el nacimiento de su primer nieto, la madurez de sus dos hijos, advierte lo solo que está y todo lo que ya no podrá recuperar.

Fue imposible no hacer un símil con la realidad venezolana de tantas familias que se han quedado aisladas, en el caos, con el hambre a un paso de sus vidas, y ver en Skype la realidad de hijos y nietos lejanos, en un mundo que no puedes compartir.

Sentí de repente el aislamiento ante la lejanía de los seres que uno quiere, a través de un camino curioso, una ficción sobre el futuro, que fue capaz de hacerme sentir terror sobre mi presente más inmediato. Yo también vivo en una nave espacial (mi apartamento) de la que no puedo escapar, viendo cómo mis familiares en otro espacio, crecen, se desarrollan y avanzan en la vida.

Borges lo entendió a la perfección: hay fantasías sobre el futuro que me pueden tocar de una manera íntima. Eso logra la mejor celada de todas, la que nos agarra desprevenidos y nos conmueve.


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