En mitad de semana, y comprando algunas cosas irrelevantes en unos chinos cercanos a mi casa, pude nuevamente contrastar lo que se vive a diario. En los pequeños y grandes actos que acompañan nuestro diarismo se puede contradecir y refutar el tan maltrecho discurso oficialista que sigue insistiendo en un país que vive en paz y feliz.

Era final de tarde y al abasto chino habían llegado 450 paquetes de papel higiénico regulado. La larga cola estaba allí desde el mediodía, como era costumbre. Tan pasiva y estática a lo lejos que se perdía dentro de la “normalidad” de la crisis venezolana. Pero tan alterada y desordenada si se miraba un poco más de cerca.

Allí estaban padres, madres y gente humilde que dependía de cualquier producto regulado para poder tener acceso a ellos; se calaban sus horas de cola, molestos e irritados, aunque aquella masa de gente a lo lejos pareciera a la vista tan pasiva y tranquila. Cada una de las más de 100 personas que esperaron desde temprano podría comprar hasta 3 paquetes de papel higiénico.

La cola empezó a fluir a mediados de la tarde en lotes de 50 personas que ingresaban al abasto con el papel para pagarlo. Entre la escasez de efectivo para cancelar y el colapso de los puntos de ventas, el pequeño abasto no tardó en llenarse de personas. Todos haciendo distintas colas para cancelar y hablando entre ellos. Irritados y con malestar, cansados y desganados, como un estado de ánimo generalizado, la gran mayoría en aquel lugar solo deseaban llegar a sus hogares y dejar atrás un día tan común pero insoportable en la Venezuela “revolucionaria”.

Una señora delante de mí esperaba calmada para cancelar. Tenía tres paquetes del papel regulado y unas ramas de cilantro. Veía más allá como si no pensara nada en realidad. ¿Su familia, trabajo o futuro? Era imposible adivinarlo, quizás ni pensaba en nada. Minutos después y a una sola persona para cancelar la señora se fijó en el precio de una margarina que marcaba 108.000 bolívares, tímidamente sonrió y me miró fijamente diciendo:

—Hoy me pagaron mis 2 últimas semanas de trabajo; 102.000 bolívares por 2 semanas de trabajo y no alcanzan para nada.

Sentí pena por ella y mucho más cuando al momento de pagar, al pesar las ramas de cilantro en la caja, las dejó allí al ver que tenía que pagar 10.000 bolívares por ellas. La señora solo se llevó 3 paquetes de papel higiénico valorados en 54.000 bolívares al precio regulado y con menos de 50.000 bolívares de su quincena. Nunca le dije nada aquella señora; ni siquiera me preocupé en preguntarle por su profesión u oficio, pero independientemente a lo que se dedicara no era suficiente para cubrir los gastos más básicos. Aquella señora llegaría a su casa con la tranquilidad de dejar lo pesado de otro día agitado en un abasto para comprar comida, pero finalizaría su día con la incertidumbre del mañana y lo cruel de la crisis venezolana que no da tregua en sus estragos.

Al salir del abasto, tranquilo de abandonar un lugar tan desagradable, al otro lado de la avenida, jugaban a correr unos tres niños. De piel morena y pelo corto, corrían por la acera descalzos y con camisas desgastadas o rotas, sus shorts que alguna vez lucieron colores vivos y oscuros lucían opacos y negros de tanta mugre acumulada. Sin embargo, aquellos niños callejeros (multiplicados cada vez más en mi comunidad) estaban concentrados en su inocente juego. Aquella risa infantil me robó una sonrisa en medio de la anarquía instaurada en una ciudad donde no hay ley. Sin embargo, me fui a mi casa sin dejar de pensar en esos niños, víctimas de la miseria e hijos de la pobreza, y como Venezuela en su diarismo nos muestra una realidad de la cual no se puede escapar. Una realidad que por más que se imponga no puede ser normal y que tarde o temprano tiene que acabar.


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