EL TIEMPO. BOGOTÁ. GDA

El tiempo, se sabe, es un campo minado de conmemoraciones y hechos pasados; para eso existe también, incluso a veces solo para eso. Y vamos pisándolo sin darnos cuenta, porque además sería imposible y absurdo hacerlo siempre, no habría vida, sin darnos cuenta de que cada uno de sus días es la evocación de todo lo que ocurrió en esa misma fecha quién sabe hace cuánto, años o décadas o siglos.

Ese es uno de los grandes placeres que ofrece Wikipedia, por ejemplo. Que uno mete allí cualquier fecha y de inmediato se entera de todas las cosas que pasaron en ella a lo largo de la historia, desde el principio hasta hoy. Voy a buscar, digamos, el 26 de mayo, día en que nació una de mis dos abuelas. Encuentro el 26 de mayo de 1328: Guillermo de Ockham huye de Aviñón convencido de que el papa Juan XXII lo va a matar.

Pero de todas las conmemoraciones que pueblan el tiempo, quizás no haya una que hoy resulte más actual ni más dolorosa que la que por estos días han reseñado varios medios internacionales, la de los 80 años de la fallida y aleccionadora (ojalá, aunque no parece) Conferencia de Evian, ocurrida el mes de julio de 1938 en la comuna francesa de ese nombre: Évian-les-Bains, “el lugar más solo del mundo”, según Chateaubriand.

Allí se reunieron, desde el 6 hasta el 15 de julio, los delegados de 32 países del “mundo civilizado” a los que convocó Franklin Roosevelt, el presidente de Estados Unidos, para ocuparse entre todos del drama de los refugiados que ya empezaba a desbordar a Europa. Acababa de ocurrir, en marzo, la anexión de Austria por parte del gobierno alemán, y la tragedia de los judíos a manos de los nazis era ya un hecho innegable.

Lo que Roosevelt quería, en realidad, era forzar a Francia y a la Gran Bretaña a recrudecer su postura ante Hitler, eso mientras todas las naciones “democráticas” del mundo se comprometían a abrirles sus puertas a los miles de judíos que huían de sus países en llamas, yendo de aquí para allá con su vida y su historia a cuestas sin que nadie quisiera recibirlos de verdad.

Porque eso fue lo que quedó claro desde el primer momento en Evian: que nadie, o casi nadie, quería recibir a los judíos; nadie quería hacerse cargo de un problema así. Todos los países pronunciaban discursos solidarios, todos se cogían la cabeza con horror, oh, ah. Pero nadie estaba dispuesto a hacer nada, o casi nadie: solo Virgilio Trujillo, el hermano del dictador dominicano, quien dijo que él sí los recibía porque al menos eran blancos.

Entonces Jesús María Yepes, uno de los tres delegados de Colombia en Evian –los otros dos eran Abelardo Forero Benavides y Luis Cano–, un talento jurídico descomunal, si es que algo así existe, se paró y dijo dos cosas, una terrible y otra brillante. La primera es que el país podía acoger refugiados solo si eran trabajadores agrícolas, “no podemos impulsar la inmigración a Colombia de intelectuales ni comerciantes…”.

Y la otra cosa, dijo Yepes en un francés impecable y con su habitual elocuencia, la otra cosa es que los problemas se resuelven cuando se acaban o se anulan sus causas, no sus consecuencias. Hoy son los judíos o los republicanos españoles, dijo, pero mañana serán los católicos, o los comunistas, o quien sea: mientras el mundo permita que haya regímenes brutales que despojan a la gente, jamás habrá refugio que alcance.

Es una labor de todos y de todos los días, dijo Yepes. Y también les dijo a los europeos: ustedes quieren que América pague el precio de una tragedia universal, sí, pero que empezó en Europa mientras tantos miraban para el otro lado.

La guerra mundial y el Holocausto le dieron la razón a Yepes, por desgracia. Y aun así no aprendemos.


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