«Nunca olvidaré cómo [por ignorancia y falacieguismo] el pueblo venezolano vitoreaba a un fanfarrón convocándolo para destruir su república»

Salí de mi casa y no había transporte público ni privado. Grupos de ultrajaos impedían el acceso a máquinas de rodamiento por las vías principales. Un vecino me dice que ellos protestan para que los funcionarios de la estatal Petróleos de Venezuela [Pdvsa] cumpla con sus responsabilidades y distribuyan el «gas comunal». Los paramilitares remunerados por el gobierno, «colectivos patria o muerte venceremos», informaron que enviarían camiones para surtir. A partir de la madrugada, los habitantes del sector se colocaron en fila con sus bombonas vacías, a la espera. Aparecieron luego de 12 horas, con cilindros viejos, defectuosos, que deben ser reemplazados. Casi todos tienen fugas, y manipularnos es muy riesgoso. Durante la espera, los lugareños hablábamos sobre los promontorios de basura porque trabajadores recolectores de la gobernación, alcaldía o Ministerio del Ambiente se ocupan del problema. Advertí cómo la población está consternada, pero también inmersa en una tristeza que es resignación.

Al siguiente día logré llegar al centro de la ciudad y compré un pan carísimo, de pésima calidad. Se despedazó entre mis manos. Pregunté por el precio de otros alimentos básicos y casi todos cuestan el equivalente a un sueldo mínimo, pero algunos lo sobrepasan. Entré a un banco para retirar dinero. Me obligaron declarar, mediante un improvisado cuestionario, respecto al origen de mis ingresos, para qué utilizaría los billetardos [una cantidad inferior al precio de un kilo de tocino o paquete de salchichas].

—¿Por qué debo informar esa estupidez –pregunté, molesto, al gerente de la institución bancaria–. Soy jubilado de la Universidad de los Andes y lo que retiro es la mísera remuneración que tenemos.

—Son órdenes de la Superintendencia de Instituciones del Sector Bancario, no es culpa nuestra –respondió.

Caminé por una avenida plagada de revendedores de productos controlados y distribuidos por el gobierno nacional. Todos inaccesibles. Aparte, venden objetos de telefonía celular y hasta monitores de computadoras robados. También antibióticos de procedencia dudosa. Repentinamente, algunas personas formaron una cola para esperar que les vendieran huevos a precios hiperinflacionarios. Una repartidora sin placas, marca Chevrolet, con ventanas oscurecidas, se detuvo y un joven con camiseta militar, inidentificable, sacó las cantidades exactas de cartones para los consumidores que aguardaban y a los cuales robarían. Así actúa la mafia de los víveres aquí, resguardada por guardias y policías bolivarianos.

Ningún alimento pasa por controles sanitarios. Eso no existe en Venezuela. Las bolsitas de harina de trigo, maíz y azúcar se transfieren de una mano sucia a otra. La gente deambula andrajosa y hedionda, porque no puede adquirir productos de higiene. Las calles están mugrosas, hieden a pozo séptico. Han disminuido notablemente los almacenes de ropas, zapaterías y abastos. Pocos pueden comprar vestimentas o calzados. La circulación de automóviles es mínima. El ambiente es de posguerra.

Deprimido, me propuse regresar a mi residencia y vi un bus del transporte privado. Lo abordé junto con otros vejados. El conductor expresó ser el dueño, e informó cobrar a usuarios lo que él decidía. Hasta veinte veces más de lo autorizado por el Ministerio del Transporte o alcaldías.

—Discapacitados, viejos y jóvenes deben pagar la misma cantidad –aclaró con infinito desprecio–. El mantenimiento, reparación y cambio de cauchos deteriorados por nuevos de mi bus, señores, no me los subsidia el gobierno […].


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