Cuando le fue otorgado a Marcel Reich-Ranicki el Premio Hölderlin, comenzó su discurso de agradecimiento con las siguientes palabras: “No, yo no le amo, a ese Friedrich Hölderlin”. Reich-Ranicki figura como uno de los críticos más importantes y respetados de la literatura alemana. De modo que estas palabras iniciales, aunque luego las matizaría explicando la diferencia entre amar y apreciar y declarando, en su momento, que nadie había llegado a la altura poética de este poeta suabo, del que ya antes había dicho otro escritor, Stephan  Zweig, que el ritmo de los versos de Hölderlin eran el reflejo del infinito, aquella expresión quedaría como una cifra en rojo en el haber del crítico Reich-Ranicki.

Pero Hölderlin no solo fue poeta, sino uno de los más grandes prosistas en alemán, capaz de elevarse a los cielos de lo sublime o bajar a los infiernos de la bajeza más horrible. En el lenguaje de aquellos días fue un neurasténico de los que describe en su Psicopatología Karl Jaspers. Hoy hablaríamos de una depresión reactiva, una de las que no conducen al suicidio como la depresión endógena de Heinrich von Kleist, otro de los poetas claves del romanticismo alemán que terminó suicidándose.

Pero no divaguemos, hablé antes de la excelencia de la prosa de Hölderlin para desnudar la situación de la Alemania hollada por las tropas de Napoleón y el miedo al terror desatado por la Revolución francesa en París que pudiera trasladarse a Alemania. Aquello de que “dos genios nos acompañan a nosotros, los poetas, la esperanza y la gratitud”, perdía de pronto la razón  de su significado.

La singularidad de la prosa de Hölderlin aparece de manera especial en su única novela titulada Hiperión cuya primera parte, una vez concluida su formación en el seminario protestante de Walterhousen donde fue condiscípulo y amigo entrañable de Hegel, se convirtió en su ocupación fundamental y absorbente. Hiperión es una novela epistolar.

No habrá que olvidar que, cuando aparece en 1797 esa primera parte de Hiperión, dominaban la escena literaria en Alemania Goethe y Schiller y entre los filósofos que contribuyeron a la formación filosófica de Hölderlin pontificaba Johann Gottlieb Fichte desde la ciudad de Jena con absoluto dominio. A juzgar por el resumen de la doctrina de Fichte que hace Hölderlin en una de las cartas a su hermano, es difícil encontrar un análisis tan conciso, y a la vez tan explícito, sobre el pensamiento de ese maestro como el que contiene esa carta de Hölderlin.

Pues bien, ese año de la aparición de la primera parte de Hiperión, Hölderlin se ganaba la vida en Frankfurt como preceptor del hijo de una familia burguesa. Hegel, a quien había ayudado a conseguir también un puesto de preceptor con otra de las familias de la ciudad del Meno, se convierte por aquella época, además del amigo de siempre, en confidente con el cual comparte sus secretos. Y uno de ellos era que estaba profundamente enamorado de la dueña de la casa donde ejercía como preceptor de uno de los hijos.

Esta primera parte del novela Hiperión, por otro camino, apareció con una extraña dedicatoria sin indicar el nombre de la persona a la que estaba dirigida: “A ti. ¿A quién si no?”.

Este “A ti” correspondía a una tal Susette, que era la esposa del señor Jakob Gontard, jefe de familia y empleador del preceptor. Debió de haber desde el comienzo, a una primera inspección, tanto por parte de ella como por la del preceptor, algo más que una cierta inclinación platónica, porque en septiembre del año de la aparición de esa primera parte de Hiperión, una noche el tal Gontard recriminó en un francés aprendido –ya que ese era el idioma de la aristocracia de la ciudad de Frankfurt en aquel tiempo– y en presencia del preceptor, a su esposa de dispensar un trato excesivo al servicio. Hubo una reacción inmediata por parte del preceptor, que si no se llegó a las manos fue porque una mirada a tiempo de Susette fue capaz de calmar la ira del preceptor, que esa misma noche abandonó la casa y el cargo.

Así fueron pasando los días en los que no faltaron episodios depresivos en la vida de Hölderlin que siguió escribiendo poemas, y cartas tanto a su madre como a su hermana y a su hermano, y en secreto a Susette, en las cuales, leídas hoy, se puede seguir la pista de los estragos que poco a poco iba dejando, intermitentemente, la enfermedad en la vida del poeta, a pesar de contar ya con el reconocimiento de Goethe, si bien llegaría a decir este sumo sacerdote de la expresión que no dejaba de ser peligroso tener como vecino a un hombre como aquel, por la competencia, sin duda, que podría representar en el hacer poético de ambos. Cosas de la literatura de todos los tiempos, claro. Llegaría así la publicación de la segunda parte de Hiperión. “Alegre vuelve a casa el navegante”, exclamaría al respecto en un poema en su ya habitual andadura literaria. Esta vez la dedicatoria fue para otra mujer de la nobleza, quien como agradecimiento le regaló un piano. Que no se me olvide decir que Hölderlin fue un músico con talla de concertista, con la flauta solía acompañar a Susette la mujer con la que debía haber llegado a formar pareja –venciendo los obstáculos que ella estaba dispuesta a superar, llegado el trance– de no haber sido por el hecho de que todo el tiempo de que disponía Hölderlin no le daba más que para ocuparse de sí mismo. Del cultivo de su propio yo.

Y es ahí, en esta segunda parte, en una de las cartas dirigidas a Belarmino que componen el argumento y la prosa de Hiperión, la penúltima, por cierto, la que personalmente me ha motivado a escribir la presente nota. Describe, como apreciará el lector ( si el ánimo a ello le lleva) cuál es la situación cuando un país, después de haber sido invadido violenta o en concierto con el poder que regía sus destinos en el momento en el que se produce la invasión, las lacras y las verdaderas razones de esa invasión.

Una invasión engañosa, sustentada en una revolución, para evitar, entre otros eslóganes, que hubiera niños que durmieran en la calle, para que todos los ciudadanos fueran iguales ante la ley y que siendo el país uno de los más ricos del mundo, no había razón para que los beneficios de esa riqueza no repercutieran favorablemente en todos los estratos de la población, etc. etc., fueron las razones tan falsas, como  atrabiliarias para que se produjera, entre nosotros, la invasión cubana, iniciada, como  asunto de Estado, en tiempos de Chávez.

Pues bien, el resultado palmario con el que hoy nos encontramos lo describió ya Hölderlin ante una catástrofe nacional como esa, de una vez por todas, en la penúltima carta a Belarmino. La de Hölderlin fue la época del romanticismo, tan expresamente invocado, al menos en sus efectos, por la revolución llamada bolivariana en sus inicios.

Escuche el lector este fragmento y traslade el contenido al presente, usando ese procedimiento matemático de sustituir las cosas por su igual:

“Duras palabras son estas, pero debo decirlas, ya que son la verdad. No puedo imaginar que exista un pueblo convertido en añicos más de lo que está este…

…No menos lamentable es ver a nuestros poetas, vuestros artistas ya todos los que veneran al genio, aman lo bello y profesan su culto. Estos hombres, los mejores de nosotros, viven en el mundo como extraños en la propia casa, de manera igual al sufrido Ulises cuando, bajo la apariencia de un mendigo, se encontraba sentado ante su propia puerta, mientras los pretendientes insolentes se comportaban como amos en la sala de su casa, y preguntaban que quién había traído a aquel vagabundo”.


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