En 1863 la pena de muerte fue abolida en Venezuela, desde entonces todas las constituciones la han prohibido y muchos han sido los artículos que han establecido el derecho a la vida como garantía fundamental, pero en la práctica la realidad es otra  bien diferente a lo que dice el papel.

Si hablamos de cosas que no valen nada tenemos que mencionar indudablemente la Constitución, que es solo superada como lo más devaluado por el bolívar. Y si el libro de las leyes poco valor tiene, lo que allí figura escrito no puede ser más que letra muerta, letra que después de morir la han matado varias veces más.

La vida en Venezuela no solo cualquiera te la quita en el momento que le dé la gana, sino que esa entidad abstracta llamada “Estado” en lugar de protegerla la vuelve más vulnerable, más frágil, más expuesta. De las enfermedades que nos agobian, la inseguridad puede decirse es una pandemia de la que no se salva ningún venezolano; a su paso deja crímenes por montón, pero también familias muertas en vida, desintegradas y destruidas por el dolor no solo de la pérdida, sino de la impunidad protectora que propaga la razzia sangrienta.

Sin embargo, hay otras formas de exterminio, más macabras, más dolorosas, de las que el Estado no  solo es solo responsable por omisión, porque mata directamente. Hablamos de las víctimas del exterminio de la salud en Venezuela, algo que no es nuevo pero que se ha agudizado en los últimos meses con un grado de crueldad que ni los psicópatas más despiadados hubiesen alcanzado.

Yo no escribo esto porque me place hacerlo. Lo escribo porque todos tenemos solo dos opciones al ver el dolor de millones: elevar la voz o esperar nuestro turno en el pasillo de quienes también murieron porque se han resignado.

La muerte de quien quiere vivir y le ruega al Estado cumplir con su deber de garantizarle un tratamiento, una medicina, una quimioterapia sin conseguir respuesta es asesinato. Se leen en Internet miles de gritos de urgencia de familiares de enfermos que claman ayuda para no ver morir a los suyos en manos de un Estado que no siente, no oye, ni escucha. Es la condena que nos toca vivir, una pena de muerte llamada socialismo.

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@Brianfincheltub


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