Alberto Navas Blanco

Uno de los grandes logros históricos de la Revolución Francesa de 1789 fue la superación del sistema del voto corporativo que separaba a los miembros de la sociedad según su naturaleza socioeconómica, su forma de ser y de pensar. El clero, la nobleza y el tercer Estado (el pueblo común, clase media, jornaleros, campesinos, comerciantes y artesanos) concurrían a la convocatoria de los Estados generales, máxima Asamblea del reino, cuando los reyes necesitaban consultar y aprobar por los representantes del reino reformas favorables a la estabilidad y continuidad de la monarquía. La separación corporativa en tres estados favorecía notablemente los intereses del rey y de la minoría aristocrática, por lo que era obvio que el rey y esa minoría aristocrática (pese a la mayoría social del tercer Estado) siempre ganaban las votaciones con una falsa mayoría corporativa favorable a los intereses de la cúpula dominante.

Este sistema estranguló la monarquía absoluta en Francia y llevó a Luis XVI a tener que reconocer la Asamblea Nacional francesa para poder superar la crisis social y fiscal que hacían inoperante ese Estado de órdenes corporativas. Por todo ello es importante que la población común venezolana comprenda que pretender regresar a la ciudadanía venezolana hacia una modalidad electoral manejable desde el Poder Ejecutivo, sobre la base de una separación excluyente y corporativa de los electores, significaría no solamente retroceder al sistema político del gomecismo, sino más grave aún, un retroceso hacia la Edad Media, un desconocimiento de los logros más importantes de las revoluciones modernas, como lo ha sido el voto universal y directo, sería borrar de la historia documentos como el Discurso de Angostura dado por el Libertador en 1819.

Este fenómeno de corporativizar el sistema político tiene importantes y graves antecedentes en el siglo pasado; solo basta con recordar el ya olvidado libro El Estado corporativo del tristemente célebre Benito Mussolini, que recopilaba discursos y documentos relativos para explicar y defender la importancia del sistema corporativo como base del Estado fascista. Allí se recoge en un discurso dado por Mussolini en Roma, el 14 de noviembre de 1933, ante la Asamblea General del Consejo Nacional de Corporaciones, la intención de liquidar el sistema parlamentario vigente en Italia por una estructura corporativa al gusto de aquel tirano y de su partido:

“Es perfectamente concebible que un Consejo Nacional de Corporaciones substituya totalmente a la actual Cámara de Diputados; la Cámara de Diputados nunca fue de mi gusto”.

La única y elemental sustentación que daba Mussolini a su antiparlamentarismo eran: “su disgusto” y el no corresponder con la “mentalidad” y la “pasión” fascistas. La sustitución del debate político por la obediencia de los cuerpos de la sociedad (ignorándose la individualidad ciudadana) se complementa con otra idea no menos peligrosa, la supresión de las diferencias de opinión que, en la práctica, significa la eliminación de la disidencia y de los partidos políticos en favor de una supuesta grandeza material y de una demagógica esperanza y oferta de mejoría de las condiciones sociales del “pueblo”, el mismo pueblo al que se le estaba excluyendo de su derecho individual en favor de las estructuras corporativas o colectivas. Vale la pena citar estas escalofriantes palabras de Mussolini: “Desde el día en que nosotros suprimimos esta pluralidad de partidos, la Cámara de Diputados ha perdido su razón de ser”.

El subparlamentarismo, sea fascista o monárquico, no solamente suprime las diferencias políticas en favor la unidad corporativa del pensamiento; sino que encierra al sistema sociopolítico en camisas de fuerza y provoca crisis explosivas en el mediano plazo en las que las mismas fuerzas sociales inicialmente inclinadas a este tipo de sistemas se vuelven contra él con trágicas consecuencias. Es importante que los políticos venezolanos se paseen por estos escenarios históricos y comprendan que el corporativismo electoral es excluyente y reaccionario, aunque pretenda dibujarse a sí mismo como una iniciativa favorable a lo “popular” para reformar una Constitución que hasta hace poco se calificaba de sagrada e intocable. Estas elementales ideas no van en contra de nadie en particular, pero sí en favor de recuperar el camino del bienestar sustentado en un grado de libertades mínimas y aceptables para la dignidad humana alcanzada por duras etapas desde hace ya dos siglos, aunque nos falte bastante por recorrer.

Escuela de Historia UCV


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