En 1962, tres cineastas italianos, Paolo Cavara, Gualtiero Jacopetti y Franco Prosperi, llenaron las salas de cine y sus bolsillos con un deshilvanado largometraje documental que mostraba al espectador un mosaico de tradiciones, usos y costumbres en los que predominaban la excentricidad, la crueldad, el sadismo o el masoquismo. Mondo cane (Perro mundo) se llamaba la cinta que batió marcas de recaudación y fue premiada en prestigiosos festivales y superlativamente encomiada por la crítica. Hasta que se descubrió que muchas de sus escenas fueron forjadas. Desde entonces, la objetividad del cine testimonial está en cuestión y es objeto de suspicacia, lo que desacredita a un buen número de documentalistas comprometidos con proyectos utópicos y causas perdidas; no obstante, a los comisarios de propaganda encargados de «vender» las bondades del socialismo del siglo XXI el sesgo de un testimonio fílmico incomoda únicamente cuando no les favorece.

Cada vez que la ocasión pinta calva, el ministerio ad hoc programa, en el canal de todos los venezolanos y la red de tele emisoras comunales, la película irlandesa Chávez: Inside the Coup. The Revolution Will Not Be Televised (Kim Bartley & Donnacha O’Briain, 2003), conocida entre nosotros como La revolución no será televisada, reportaje nada imparcial, pues, al editar las imágenes, musicalizarlas y articularlas con la narración escrita por los realizadores, se definió una postura que dista mucho de ser visión desapasionada de los acontecido en Venezuela en abril de 2002. Y esta semana aniversaria de golpes y contragolpes, durante la cual la alopecia nicochavista brilló con el rojizo resplandor de un bombillo de burdel, es probable que la escasa teleaudiencia del canal 8 haya tenido que soportar ese panfleto audiovisual, emitido, ¡otra vez!, «para que el pueblo conozca el guion utilizado por la derecha venezolana en los golpes de Estado contra países soberanos». Por alegatos parecidos, abominamos de las filmografías del cubano Santiago Álvarez –poeta de la truca, según Carlos Rebolledo– y del prolífico y multipremiado gringo Michael Moore.

En estos casi 20 años de regresión política y económica propiciada, primero, por Hugo Chávez y su empeño de marchar a contramano de la historia, y, después, con idéntico fanatismo, por el señor Maduro, quien, para más inri, delegó el poder en los militares para dedicarse a la salsa y el reguetón, los venezolanos hemos visto, atónitos, desamparados y pareciera que resignados, y cual si se tratase de un filme proyectado al revés y en fast motion, cómo nos retrotrajeron al siglo pasado, a fin de imponernos la versión vernácula y en clave de tragedia de la farsa castrista. Sabemos de memoria cuándo y cómo comenzó el rodaje de este culebrón. Intuimos que el final será ¡de película!, como le hubiese gustado acotar a un guarachero. Y de película nos vamos. Pero de ficción.

La magia del séptimo arte alcanza en ocasiones registros sublimes y pone frente a nosotros obras que nos sorprenden, no tanto por el tema que abordan o la habilidad del realizador para manejarlo, cuanto por el desempeño de los actores. Darkest hour (Joe Wright, 2017) es uno de esos casos en los que un actor logra convencernos de que no es a él a quien vemos y escuchamos, sino al personaje que interpreta. Así, con una magistral actuación, Gary Oldman ha puesto de relieve la figura de quien, de acuerdo con 100 Greatest Britons (programa de la BBC transmitido en 2002), «fue el más grande de los británicos que vivieron en el segundo milenio de nuestra era». Una hiperbólica apreciación debida al voto de televidentes que colocaron en sus listas a Diana de Gales por encima de Isaac Newton y William Shakespeare, pero que, a pesar del disparate, nos da una idea de la admiración que concitó un hombre que tomó las riendas de su país en uno de los momentos más difíciles de su historia y dejó para esta una verdad tamaño baño: «Un político se convierte en estadista cuando comienza a pensar en las próximas generaciones, no en las próximas elecciones».

Sentencia de seguimiento obligatorio no por quienes mal gobiernan la devaluada república bolivariana, bribones que ignoran lo atinente a la gestión pública, asociados para delinquir y enriquecerse desde lo que Jóvito Villalba, quien, además de eximio orador, fue un político con visión de estadista –siempre antepuso la unidad a los intereses de su partido–, llamaba «las alturas del poder»; no, para esos truhanes es demasiado tarde; en cambio, la vapuleada oposición democrática todavía está a tiempo de redimirse proponiendo fórmulas eficientes de impedir el continuismo dictatorial. ¿Cómo?

Sinceramente, no lo sé, y dudo hasta de las dudas que me asaltan para tratar de desfacer este entuerto; de entrada, juzgo indispensable que la Asamblea Nacional agarre el toro por los cuernos y haga suya la decisión del TSJ en el exilio, para que la iniciativa de enjuiciar a Maduro deje de ser un simbólico saludo a la bandera y se convierta en reclamo popular. Si con algo hay que comenzar, no es mala idea hacerlo convocando la adhesión ciudadana a una inhabilitación del candidato continuista por vía parlamentaria. ¿Que el poder de fuego se impondrá a la fuerza de la razón? ¡Por supuesto!, pero de lo que se trata es de desnudar al régimen y mostrarlo al mundo con su obscena pretensión de desconocer la voluntad del pueblo, procurando arrecie sobre él la presión punitiva, no con miras a aislarlo, que el remedio podría agravar la enfermedad y prolongar su agonía ad æternum –la España de Franco y la Cuba de los Castro son espejos en los que hay que mirarse–. Y no sería esta la única apuesta posible en la coyuntura presente. Continúa sobre el tapete la azarosa alternativa electoral: votar o abstenerse.

No soy entusiasta de la candidatura de Henri Falcón y he dejado constancia de ello en artículos anteriores. ¿Vainas de palos? No, de principios y desconfianza. Si no es una «candidatura de utilería» (Asdrúbal Aguiar dixit), es, robémosle otra frase a Churchill, «un acertijo en un misterio dentro de un enigma». Sin embargo, si –y solo si– existiese la posibilidad de un aluvión a su favor que le pare el trote a Nicolás, entonces estaría dispuesto a cambiar de principios, a la manera marxista de la tendencia Groucho y confiar en una salida satisfactoria. ¿Desenlace ilusorio? Un asiduo lector de este periódico sugiere otro: «Huir del país y dejárselo a los chavistas para que, después de acabar con todo, se coman entre ellos». Y sí, este sí que sería un final ¡de película! ¡Corten!


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!