Característica de los regímenes dictatoriales y totalitarios es la pretensión de uniformar el pensamiento y la voluntad de los ciudadanos para lograr una obediencia forzada a los dictámenes de quien ejerce el poder (jefe, partido). Por eso asumen como tarea indispensable la pedagogía de la sumisión a través de los más diversos medios. Frente a ello imperativo ineludible para  los ciudadanos demócratas es cultivar una pedagogía de la libertad en todos los ámbitos del relacionamiento humano, desde el familiar o inmediato hasta el vasto de la polis.

La pedagogía  de la sumisión en esos regímenes autoritarios busca  aplastar la libertad de quienes están bajo su gobierno. En este caso la autoridad pierde su sentido genuino para convertirse en poder opresivo; autoridad, en efecto, viene del verbo latino augere, que significa aumentar, hacer crecer, de modo que su objetivo ha de ser el desarrollo auténtico de quienes están bajo ella, su crecimiento moral y espiritual, léase su personalización. Al déspota le interesa solo que se le obedezca, que se cumplan sus  órdenes. No que la gente piense con la propia cabeza y libremente.

La pedagogía de la libertad tiende a que el interlocutor se convierta en protagonista y su entorno humano en verdadera comunidad. La pedagogía de la sumisión, en cambio, se orienta a que los individuos se queden en pasivos ejecutores y su agrupación en simple “colectivo” o masa, es decir, en un conglomerado homogéneo de seres sin rostro personal, no en una comunidad. Esta, en efecto, presupone existentes libres. Por eso una pedagogía de la libertad es liberadora y personalizante.

La democracia (poder del pueblo) es un sistema que promueve y ha de promover la participación libre de los ciudadanos en la estructuración y vida de la polis. Libertad que no es mera espontaneidad (hacer lo que viene en gana), sino decisión responsable (ante sí, los demás y Dios), que se ha de actuar en conjunción con otros valores fundamentales. Nuestra Constitución nacional dice: “Venezuela se constituye en un Estado democrático y social de Derecho y de Justicia, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico y de su actuación, la vida, la libertad, la justicia, la igualdad, la solidaridad, la democracia, la responsabilidad social y en general, la preeminencia de los derechos humanos, la ética y el pluralismo político” (CRBV Art. 2). La democracia exige, por tanto, una educación para la libertad  responsable. Por eso la convivencia democrática no es algo que se establece y mecánicamente continúa, sino una realidad viva, que requiere alimentación continua en lo concerniente a moral ciudadana.

En una comunidad humana el poder-auctoritas ha de interpretarse y realizarse, por ende, como servicio y no como primacía o dominación. Una patente enseñanza al respeto la dio Jesús a sus discípulos, cuando estos discutían sobre a quién de entre ellos le correspondía ser el primero: “El mayor entre ustedes sea como el más joven, y el que gobierna como el que sirve” (Lucas 22, 24-27). En las dictaduras y totalitarismos el “gran jefe” y la nomenklatura se consideran dueños de la gente, como señores frente a vasallos. Para ello manejan múltiples instrumentos con el fin de lograr el sometimiento de los súbditos. De allí que mantienen sobre la fuerza, el amedrentamiento, la manipulación de las necesidades de la población para someter y artificiosos halagos para inducir apoyos. No es pura casualidad la multiplicación en nuestro país de escaseces del más diverso género, de largas colas para lo más mínimo, de cajas CLAP y bonos para amarrar gente, de confusiones premeditadas, de gendarmes y uniformados para reprimir y aterrorizar disidencias, de insoportable hegemonía comunicacional y pare de contar. En todo esto el régimen es muy capaz y eficaz.

¿Respuesta a la pedagogía de la sumisión? Educarse y educar para el ejercicio de la libertad responsable, comenzando por la propia familia. Dios creó al ser humano libre. A la libertad creada se la puede cercar y maniatar, pero no extinguir.

           


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