La “paz” se ha vuelto la palabra de moda para el modelo de dominación madurocabellista, casi tanto como “revolución”, el “no volverán” e “imperio”, vocablos que hasta hace poco dominaban en frecuencia el léxico gubernamental. La “paz” se ha convertido en un auténtico “cliché verbal”. Es el nuevo vocablo consentido de la retórica oficialista en estos días de dolor y sangre.

¿Cómo concibe el régimen la “paz”? Un simple análisis de contenido de los discursos y peroratas de nuestra oligarquía dirigente arroja que para esta clase política “paz” se limita solo a dos acepciones: una, como “vuelta a la normalidad”, y la otra como “orden”. En la primera, se asume que la situación que ha venido viviendo Venezuela (la tasa de homicidios más alta de la región y entre las tres más altas del mundo, la inflación más elevada del planeta, los índices de escasez más graves de todo el hemisferio, la emigración más numerosa y acelerada en la historia de la región, sin contar el estado agónico de los sistemas de salud, educación, infraestructura y servicios) se traduce como “normal”, y de lo que se trata es de volver a ella como quien regresa a la más placentera y envidiable de las condiciones humanas. Y la segunda acepción parte del falso principio de que “paz” es igual a “todo el mundo calladito y quieto”. La misma paz que pregonaba Juan Vicente Gómez. La paz preferida de Pérez Jiménez. La paz que enarbolaban Pinochet, Castro y Duvalier. La paz de los cuarteles y de los cementerios.

Así, dada su estrechez de miras y su indigencia intelectual, para el madurocabellismo “paz” es solo ausencia de conflictos, desconociendo que los conflictos son la expresión natural e inevitable de toda sociedad plural, la cual requiere –justamente por ello– de gobiernos que sepan administrar las diferencias para convertirlas en la fuerza que la impulse hacia el progreso y la superación continuas.

Pero, además, esta concepción limitada y primitiva de “paz” les permite derivar en otros muy convenientes productos argumentales, como aquellos de que quienes se oponen a la dictadura están movidos por el odio, mientras que quienes dirigen el aparato represor del Estado lo hacen inspirados por el más puro y virginal de los amores.

En función de esa interesada y útil concepción cuartelaria de “paz” se ha emprendido una gigantesca campaña de mercadeo publicitario, reforzada ahora a propósito del 10 de enero, para intentar vender esa idea restringida según la cual si quieres la paz, cállate, arrodíllate y deja que la normalidad del caos en que vivimos siga su curso.

Pero la trampa de esa estrategia de mercado no está solo en asociar “paz” con lo que el madurocabellismo quiere que signifique, sino que aceptarla implica asumir que aquí hay una guerra, cuando en realidad lo que existe es una represión severa y una violación masiva y generalizada de los derechos humanos de los venezolanos.

De lo que se trata no es de “reestablecer” la paz –porque lo que el régimen ha instaurado con sus políticas en nuestro país no es más que caos– sino de “construir” la paz. Y la paz se construye, de manera concreta, solo a través de la lucha por las condiciones sociales, económicas y políticas que la hagan posible. No es una paz abstracta, para los discursos y las proclamas: es la paz concreta que se traduce en la posibilidad de una vida digna para todos sin excepción. No es la paz de la tranquilidad cuartelaria, es la paz que surge de que aprendamos a vivir juntos quienes pensamos distinto.

¿Cuáles son estas condiciones? ¿Cuáles son las propuestas de los diferentes sectores sociales para construir la paz? Ayudar a identificarlas, a reunirlas, a engranarlas, a darles viabilidad y concreción es parte de la tarea que hay que asumir.

El reto de quienes queremos un país distinto no es presentar “propuestas de paz»”, sino propuestas concretas que ayuden a solucionar los inmensos problemas sociales, y que conecten con el creciente descontento popular que avanza –a paso de vencedores– en la mayoría de los hogares de nuestra Venezuela.


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