I

No había crisis de efectivo en noviembre de 1992. Cuando iba al supermercado podía escoger entre varias marcas de aceite, otras tantas de pasta o de arroz; lo que más compraban en mi casa era carne, cochino y pollo. Generalmente iba con mi papá al mercado municipal de Los Teques a comprar esas cosas más frescas, también queso llanero sin nombre propio, porque cualquiera era bueno. De salida, me compraba flores para la casa.

En 1992, yo me daba el lujo de dedicarme por completo a mi carrera, no por el sueldo o la ganancia, sino por vocación. Principalmente porque aún era la niña de papá y eso, lejos de avergonzarme, me enorgullece, porque un profesional con vocación de servicio como mi padre pudo darme todos los lujos del mundo solo con su trabajo honesto.

No niego que hubiera pobreza, que los líderes políticos se miraban el ombligo en vez de ocuparse de la gente, cualquiera que haya vivido esos años en Venezuela sabe lo que digo. Como sociedad, teníamos defectos, pero el peor fue la indiferencia, que dejó que los asesinos irrumpieran en la escena… y se quedaran.

Ese fue el año que escogió nuestro Voldemort criollo para hacer su sangrienta aparición. Las dos intentonas de 1992 las viví como reportera de El Diario de Caracas. El 27 de noviembre amaneció con el gordito de la camisa rosada en la pantalla. La odisea de irme desde el apartamento donde vivía hasta la sede del periódico para recibir la pauta me hizo pasar por La Casona en donde la refriega estaba en su apogeo. Lo he contado otras veces. Sentí el silbido de una bala que pasó a nivel de mi oreja derecha y se incrustó en el muro de uno de los edificios cercanos a la residencia presidencial. No me tocaba a mí ese día, pero desgraciadamente a muchos otros sí.

II

Se supone que los venezolanos tenemos el derecho de ejercer nuestra soberanía sobre el territorio definido como Venezuela. Eso, siguiendo lo que Jean Jacques Rousseau decía, que la soberanía reside en el pueblo.

De acuerdo con lo que estudié en el doctorado de Ciencias Políticas, el territorio se define dentro de ciertas fronteras. Algunas de las nuestras están borrosas desde hace muchos años, pero en los últimos 18 hemos perdido incluso la noción de país y hasta de gentilicio, porque la invasión (como la procesión) va por dentro.

El nefasto comandante de la isla de la felicidad se dio el gusto de ocupar Venezuela y hacerla parte de su botín. Y fue Voldemort criollo el que se la dio en bandeja de plata. También se encargó de lavar cerebros, tanto al pueblo supuestamente soberano como a los que tienen el uso exclusivo de las armas.

III

Yo lo vi, no me lo contaron. Vi la sangre derramada en el canal 8. Y eso es lo que celebró el gobierno el lunes.

No se les ocurrió mejor manera de conmemorar esos asesinatos que haciendo evidente y pública su violación reiterada a la Constitución: una fuerza armada que actúa bajo las órdenes del gobierno no para defender nuestra vapuleada soberanía, sino para defenderles el poder. Da asco escuchar a un militar decir: “La Fuerza Armada Bolivariana es chavista” y cantar loas a un hombre que se levantó sobre los cadáveres de muchos.

Los militares al servicio de la revolución roja están dispuestos a aniquilar al enemigo interno. ¿Exagero? Ellos decidieron que el enemigo está en casa. Esa pantomima de la patrulla Soberanía tiene bien definido su blanco de ataque. El “acaparador”, el “responsable de la escasez”, el “contrabandista” no es otro que el productor, el distribuidor o el comerciante venezolano que lucha por sobrevivir en esta debacle. ¿Les quedó claro? Anteriormente lo disimulaban, pero ahora vienen por nosotros y por la calle del medio.

PD

¿Alguien en Miraflores habrá probado la masa que están trayendo de México? Llegó a mis manos un paquete de Minsa (no recibo la caja CLAP). Es una harina de maíz nixtamalizado, es decir, pelado con cal, como lo hacía mi mamá cuando mi papá quería comer arepa pelá’.

He escuchado a varias personas en la calle quejarse de la harina porque ni la textura ni el sabor son iguales a la nuestra. Yo no me quejo, me parece riquísima, pero eso es porque desde niña la sazón mexicana es común para mí. Ahora, he de reconocer, no sabe a arepa (ni pelá’), sabe a gordita.

Así se defiende la soberanía.


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