Estamos en vísperas de los días santos sumidos en la crisis que azota al país. Los acontecimientos de los últimos días –las decisiones del TSJ, unido a las declaraciones y actuaciones cargadas de violencia verbal y física–, hacen más urgente la búsqueda de solución, para lo que hace falta un mínimo de sensatez, de reconocimiento de las diferencias y de la real preocupación por las necesidades y urgencias de la gente. Es una exigencia moral, no una simple exhortación. Prolongar la diatriba, las acusaciones y la descalificación no hace sino ahondar la crisis. No basta con llamar al diálogo, pues, en términos cuaresmales, la confesión de las faltas debe ir acompañada de “contrición”, es decir, verdadero arrepentimiento, y de “propósito de la enmienda”, que no es otra cosa sino no volver a las andadas y buscar nuevos caminos para no recaer.

La calificación de ilegitimidad moral y ética de la situación no es un simple calificativo intrascendente. Es la consecuencia del drama de la violación del orden constitucional, al quedar sometido al arbitrio de un Tribunal Supremo que actúa como los antiguos tribunales de la Inquisición, lo que los expertos llaman delito, y cuyo trasfondo es de orden humanitario y ético: el padecimiento del pueblo por la supervivencia alimentaria, la falta de garantía básica para la salud, tanto en la obtención de medicamentos como en la atención hospitalaria, y la preocupante inseguridad que se ensaña con la vida y bienes de la ciudadanía muestran el verdadero meollo de los problemas a resolver.

La lógica política señala que quienes detentan el poder, máxime cuando provienen de la izquierda marxista, no están dispuestos a entregarlo por las buenas, ni por elecciones ni por renuncia. La vigencia del bien común postula que los valores superiores de la paz y la concordia nacional estén por encima de cualquier otra consideración. No queda otro camino sino el de no torpedear el recurrir a quienes tienen el poder originario, al pueblo. Su voto es el que debe decidir el futuro del país. Postergar los mandatos constitucionales vencidos que deben ser sometidos a elección es un atentado contra la paz y la convivencia. Si queremos llamarnos demócratas hay que actuar como tales.

La Semana Santa no es solo de pasión y muerte, es, debe ser camino de resurrección, de vida, de armonía en medio de las diferencias. El papa Francisco nos ilumina el camino: “En el diálogo con el Estado y con la sociedad, la Iglesia no tiene soluciones para todas las cuestiones particulares. Pero junto con las diversas fuerzas sociales acompaña las propuestas que mejor respondan a la dignidad de la persona y el bien común. Al hacerlo, siempre propone con claridad los valores fundamentales de la existencia humana, para trasmitir convicciones que luego puedan traducirse en acciones políticas” (EG 241).


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