Mi amigo el historiador, que ahora anda contando saltos históricos y registrando marcas, dice que la vida no es una línea recta, que nadie tiene asegurado el éxito o su contrario; que mientras avanzamos vamos arrastrando fardos y bolsones de anacronismos, mitos, falsedades, ilusiones baladíes, prejuicios y no pocas mentiras, que por dialéctica o por leyes desconocidas cerramos los ojos cuando nos damos cuenta de que nos encontramos en un laberinto en el que se repiten los fiascos y las trampas cazabobos.

Después de la aparatosa caída de la Unión Soviética, un desdentado y descolorido oso de papel tualé, los partidos comunistas de los países con periódicos que no reciben llamadas del palacio del gobierno comprendieron rápidamente que su supervivencia corría peligro. Se deshicieron del apellido y de todo lo que pudiera vincularlos con lo que se vivió detrás de la cortina de hierro: injusticia, campos de concentración, pobreza y pérdida absoluta de la libertad, además de un fracaso social, científico, ideológico y militar.

Solo los despistados y anacrónicos residentes en regiones apartadas y centros de estudios con poca relación con el mundo exterior han mantenido su fidelidad con la utopía comunista, especialmente en el Caribe. Por mampuesto apareció el socialismo del siglo XXI, pero fue un simple acto de birlibirloque, fuegos fatuos. Hasta ahí.

Han transcurrido casi treinta años y los bolsones apestan cada vez más. Necesitan una limpieza a fondo. En Inglaterra hace poco aparecieron en las redes sociales unos textos que no solo defendían a Stalin, sino que alababan los gulags (“campos de compasión beneficiosos para la sociedad soviética”), ese invento de Lenin que Hitler transformó en crematorios y centros de exterminio. Hubo una catajarria de críticas y no solo borraron los mensajes, sino que el grupo responsable se desbandó.

En Rusia, para no quedarse atrás, ha reaparecido la palabra “vozhd”, que significa jefe, comandante eterno, padrecito o taita en la boca de quienes requieren de un caudillo para sentirse realizados o completos. En marzo apareció en el Twitter de Margarita Simonián, directora del canal de televisión ruso RT, para celebrar el éxito de Vladimir Putin en las elecciones presidenciales: “Antes era nuestro presidente, ahora será nuestro vozhd”. Un reconocimiento a Stalin y la vuelta al amor que era obligatorio profesarle al dueño de vidas y hacienda, al hombre que decía quién iba al gulag, quién a la cámara de tortura y quién al paredón. Ponía un punto azul o rojo sobre el nombre en las listas que le traían cada noche.

Las sociedades humanas tienen la propensión al olvido. Es común que se hagan grandes ejercicios de desmemoria. En Venezuela, para olvidar los desmanes de los esbirros de Juan Vicente Gómez, se lanzaron al mar los grillos del Castillo de Puerto Cabello y de La Rotunda, que fue demolida y sustituida por una plaza a la que se le puso el nombre de La Concordia. Por Dios. No quedó nada que le recordara al venezolano sobre la injusticia, la tortura, la falta de compasión de los dictadores y la indolencia colectiva; que lo vacunara contra esos fardos de ignominia que los pueblos arrastran y de los que les cuesta tanto deshacerse.

Varlam Shalamov estuvo en un gulag desde 1929 hasta 1954. Fue un milagro que sobreviviera. Era un sitio inhóspito, con temperaturas muy por debajo de cero, con poco o nada para abrigarse y muchos días sin nada qué comer o demasiado podrido para llevárselo a la boca. Escribió sin rencores sus irreales experiencias –demasiado terribles para ser ciertas, pero ciertas– en un libro que llamó Historias de Kolimá. “Los campos de trabajo o de confinamiento son una escuela negativa. Se aprende a no tener sentimientos ni moral alguna; es una deshonra total, tanto para los guardias como para los prisioneros. También para los que pasan cerca y desvían la mirada, igual para quienes se dedican a las bellas artes y a la tarea de pensar mundos mejores y sociedades libres”. Vendo recoveco de la historia que se escribirá.


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