No hay duda de que uno de los ejes centrales en la gestión de los asuntos públicos de cualquier Estado moderno es la participación ciudadana. Responde a la lógica de crear instituciones más inclusivas con el objeto que democratizar y legitimar la actuación del Estado en la formulación de políticas públicas, al tiempo que permite el diseño de planes y proyectos mucho más cónsonos con la realidad del ciudadano.

El inicio del siglo XXI para Venezuela vino acompañado con un nuevo texto constitucional –la Constitución del 99–, del cual se esperaba fuese útil para la transformación del Estado venezolano producto de la crisis social y política que se agudizó en el última década del siglo XX. Entonces, se dictó un nuevo texto constitucional que, a pesar de sus errores y aciertos, ofrece (¿u ofrecía?) un conjunto de normas a través de las cuales la participación ciudadana pudiera encontrar concreción.

El Consejo Federal de Gobierno, los consejos estadales de planificación, los consejos locales de planificación, son ejemplos de instancias que procuraron la inserción del ciudadano en la gestión de los asuntos públicos.

Paulatinamente, la participación ciudadana adquirió diversas etiquetas, tales como participación protagónica, democracia participativa, consejos comunales, comunas, consejos de pescadores, consejos campesinos, clase obrera; y en nombre de la participación ciudadana se crearon, igualmente, un sinfín de instancias, distintas a las previstas constitucionalmente, y así, en nombre de la participación ciudadana se edificó una burocracia estatal al servicio del gobierno venezolano.

La hipertrofia de la participación ciudadana también se trasladó a la producción legislativa, y por cada texto normativo que se creaba, había un “consejo” que pretendía involucrar a los más diversos sectores de la sociedad. Claro está, todas dependientes del poder central.

Todo eso fracasó, pues sencillamente, esas instancias desnudaban la vocación centralizadora y totalitaria de este gobierno. Todas y cada una de ellas no solo dependen del poder central, sino que han sido instrumentos del desmantelamiento mismo de la democracia venezolana.

Después de 17 años no solo no hay democracia en Venezuela, sino que la “participación” ahora es la etiqueta a través de la cual se ejerce un intenso control social sobre la población venezolana. No pudo ser de otra forma: al fracasar un Estado que lo centralizó todo, que expropió, que despilfarró tan grotescamente como jamás se haya visto, naturalmente, todo aquello que dependía de esa forma irresponsable de asumir la gestión pública está condenado al fracaso.

De la posibilidad de haber podido fortalecer a las instancias de participación ciudadana previstas en la Constitución para que contribuyeran con el fortalecimiento de los distintos niveles de gobiernos, ahora tenemos instancias comunitarias que, de llegar a estar constituidas y reconocidas por el gobierno central, son útiles –en el mejor de los casos– para el proselitismo político; expertas para hacer más eficiente la distribución bolsas de comida (cuando hay, claro); o buenas organizadoras de operativos, bien sea para la vacunación contra la difteria, o para que incluyan a su comunidad en el carnet de la patria, pues de ello depende que los ancianos puedan acceder al sistema de seguridad social, y los jóvenes se beneficien del Plan Chamba Juvenil.

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