«Me han informado que el fiscal general de la República Bolivariana de Venezuela es poeta. Al parecer, soy un escritor extranjero. Pero sin pasaporte, y no sé por qué estoy en este país. Le ruego, respetuosamente, me destierre hacia cualquier lugar donde respeten a los sin patria»

Las calles hieden. El servicio del transporte es pésimo y de costo cambiante. En las instalaciones del Metrocable los peones de la «secta los hijos del comandante fetiche» anuncian, engreídos, que estudiantes y viejos deben pagar pasajes porque se extinguieron nuestros presuntos privilegios. ¿La «tercera edad»? A ellos no les importa que algunas personas no estemos en condiciones físicas para resistir una fila bajo inclemente sol o lluvia, que caminemos con bastones o seamos jubilados-pensionados empobrecidos por la «canalla cívico-militar» […]

Llamo, mediante mi audifonovocal, a una profesora universitaria. La amiga me cuenta que un oficial mafioso de la FANB le pidió a su hija 700 dólares para tramitarle su pasaporte, porque es imperioso que la chica viaje a España por urgencias familiares. Le recordé que, en Filadelfia [Estados Unidos], un empleado de la Cancillería venezolana exigió 1.500 dólares a una de mis hijas para renovárselo.

—Tienes suerte de que me has conocido. Los funcionarios del Saime te pedirían mucho más –le advirtió el charretero–. Diles a tus primos que me depositen el dinero en mi cuenta del exterior. También acepto euros.

El cablecito del cargador de mi celular estaba dañado. Me detuve frente a un pequeño grupo de «bachacos» que, todos los días, venden objetos hurtados: exhibiéndolos, sin temor, en las aceras. Vi varios que podrían servirme.

—¿Cuánto vale este accesorio? –les pregunté mientras examinaba un conector.

—Dos sueldos mínimos –rápido y al unísono, me respondieron.

—¡No sean ridículos! –repliqué, atribulado– […] No son piezas de oro. No permitiré que me roben.

—Si quiere, llame a ese guardia nacional bolivariano y nos denuncia: ya verá a quién se lleva preso –mofó uno de ellos, señalándolo–. Hágalo. ¿Acepta el desafío?

Miré al uniformado cuando él, sospechosamente, también a mí. Estaba parado a cinco metros de distancia. Fui a su encuentro y le pregunté si era venezolano. Muchos son cubanos o iraníes. Lo he comprobado. Le extendí una mandarina. La aceptó.

—Alucino que soy turista –musité–. No recuerdo haber nacido en este país, dónde [exactamente] resido ni cómo llegué a esta calle plagada de «bachacos».

—¡Identifícate! –me ordenó el PNB, con acento habanero. Desenfundó su pistola marca Strike One–. ¡Muéstrame tu pasaporte!

—Soy indocumentado.

—¿Y soberanos?

—¿Qué cosa?

—Los que antes eran «fuertes», ahora los llaman «soberanos». Billetes para comprar.

—¡Ah!, entiendo, señor. Tampoco.

—¿Euros?

—Nada, señor.

—Váyase, viejo estúpido: rápido, antes de que lo mate aquí […]

El hambre me obligó a entrar en una panadería. La cajera pidió mi clave telefónica de algún banco donde tuviese dinero, para mediante su laptop transferir [se] lo correspondiente a mi compra.

—Soy indocumentado –le informé–. No sé cómo llegué a este país o por qué, ni dónde me hospedo […]

—Váyase, saco de huesos: rápido, antes que llame a ese policía nacional bolivariano.

Alguien que dijo haber leído una de mis novelas se quitó su chaqueta y me cubrió mi famélico y desnudo cuerpo desnudo con ella.

—No pierda su prestigio así, escritor –infirió–. Regrese a su casa.

Varios curiosos se dieron a la tarea de fotografiarme con las cámaras de sus teléfonos celulares. Una estudiante de medicina me roció el cuerpo con un  líquido que olía a formaldehido.

—Escapó del Anfiteatro de la Facultad de Medicina de la Universidad de los Andes –informó a los demás.


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