Curiosa podrá parecerle a algunos lectores la interrogante que encabeza estas líneas. Hace algunos meses escribimos un artículo sobre el mismo tema. Volvemos hoy porque la materia es inagotable. La palabra vida, es una de las más bellas expresiones que incansablemente manejamos en la conversación diaria. ¿Por qué lo hacemos? Porque la conocemos muy bien, o así lo creemos, pues está dentro de nosotros y no podemos estar sin ella. Y si nos falla hasta allí llegamos, se acaba el camino. También, esa insistencia en nombrarla obedezca, tal vez, a la buena o mala costumbre nuestra de no silenciar lo que tenemos.

Y, ¿desde cuándo disfrutamos de tan grata compañía? El divino y preciado don de la vida lo poseemos desde el advenimiento del reducido vientre materno, más aún, desde el momento de la concepción. Con el simple hecho del nacimiento los seres humanos adquirimos algo que nos es esencial para la actuación como ciudadanos: la personalidad jurídica y esta, a su vez, nos confiere la dignidad humana que debe ser respetada y protegida por todos los demás. Gracias a ella las personas hemos obtenido la capacidad  ciudadana para ejercer los derechos y asumir las obligaciones propias de nuestra vida en común.

Saludamos el nacimiento entendiéndolo como un acto liberatorio, como el escape de una prisión hacia la luz pública, hacia la libertad. Esa libertad no ha de ser solo física, sino mental y espiritual a la cual jamás podemos ni debemos renunciar. Ello implica la libertad de pensamiento, de acción y de conciencia; son derechos naturales muy humanos y jurídicos, consagrados en el Derecho, que el Estado y todas las autoridades están obligados no solo a respetar, sino también  a proteger y defenderlos. Así contamos con la libre facultad para estudiar y prepararnos de acuerdo con nuestras aptitudes y preferencias, y elegir la actividad laboral que nos plazca. Y, ¿por qué no a formar nuestro propio patrimonio?

Pero, volvamos a la interrogante inicial. Ninguno de nosotros solicitó la vida. Gratuitamente recibimos tan rica fuerza substancial interna con la cual actuamos. Fue, pues, un misterioso, invalorable y generoso bien obtenido sin costo alguno. Entonces nacimos endeudados, razón por la cual tenemos la obligación moral de saldar esa deuda. Y, ¿quiénes son los acreedores? Muchos. Tengamos presente que es un imperativo justificar nuestro paso por la vida. Nuestra existencia no puede pasar como árbol sin fruto. Afortunadamente, gracias a la capacidad intelectual que también nos fue dada, a la fuerza de voluntad y a la perseverancia con que  contamos debemos sentir la necesidad y la obligación de corresponder, haciendo aportes a la sociedad, a nuestros congéneres, a la humanidad, a la madre Naturaleza que tan amorosamente nos ha cobijado. Pues, tras la vida de los seres humanos quedan sus ejecutorias. Estamos endeudados con nuestros predecesores. Nos legaron la ciencia, la filosofía, las artes, las obras literarias, las comunicaciones, la tecnología, los inventos, etc. Ellos cumplieron, ahora nos corresponde a nosotros cumplir con el futuro.

Entonces, la vida no debe pasar en vano, no podemos malgastarla. Hay ejecutorias del hombre que no se traducen en obras tangibles, como es el caso de la actuación diaria, cotidiana, el cumplimiento responsable de las obligaciones, y el buen comportamiento ciudadano. Todo lo cual integra o envuelve un contenido pedagógico trascendente y con efecto multiplicador. Es una gran enseñanza, una cátedra de pedagogía tan útil como muchos otros inventos.

En fin, los seres humanos, dotados como lo estamos de la luz intelectual, debemos encaminar nuestra existencia a abrir y alumbrar caminos. A servir, a hacer el bien.

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