Curiosa interrogante. Tomémosla con calma. La palabra vida es una de las más bellas expresiones que reiteradamente pronunciamos en la conversación diaria. ¿Por qué? Porque la conocemos muy bien, pues está dentro de nosotros y nosotros no podemos estar sin ella. Y si nos falla, hasta allí llegamos. También se debe a la buena o mala costumbre nuestra de no callar lo que tenemos.

Y, ¿desde cuándo disfrutamos de tan grata compañía? El preciado don de la vida lo poseemos desde el advenimiento del reducido vientre materno, más aún, desde el momento de la concepción. Y con el simple hecho  del nacimiento los seres humanos adquirimos, además de la propia vida, algo que nos es esencial para la actuación como ciudadanos: la personalidad jurídica, la cual, a su vez, nos confiere la dignidad y con ella la capacidad para ejercer los derechos y asumir obligaciones.

Con el nacimiento también obtenemos el rico tesoro de la libertad, la libertad de pensamiento, de acción y de conciencia, derechos muy naturales y jurídicos que las autoridades están obligadas no solo a respetarlos sino también a protegerlos y defenderlos. Esa libertad abarca, entre tantos otros, el derecho de estudiar y prepararnos de acuerdo con nuestras aptitudes y gustos, y a desempeñarnos en cualquier actividad laboral. Y, ¿por qué no?, a formar nuestro propio patrimonio.

Volviendo al vocablo vida, a esta podemos conceptuarla como una sucesión de actos –llamémosles heterogéneos– alegres y satisfactorios, algunos o muchos; desdichados, otros. Es decir, como un camino no exento de escollos. Sobre ella, los diccionarios abundan en definiciones. Así, el manual de la Academia Española de la Lengua, la define: “Estado de actividad de los seres orgánicos”. Otra, “Espacio de tiempo que transcurre desde el nacimiento de un animal o de un vegetal hasta su muerte”. También, como el modo de vivir, o la duración de las cosas.

Pero, ¿para qué vivimos?, que es la interrogante que encabeza esta nota. La vida no nos costó nada. Ni siquiera la pedimos. Ese misterioso bien es un don divino. Entonces debemos justificar el hecho de poseerla gratuitamente, ¿cómo? haciendo útil nuestra existencia. Estamos obligados a corresponder a esa dádiva con aportes a la sociedad, a la humanidad y a la propia naturaleza que amorosamente nos ha cobijado. Para ello contamos con la capacidad intelectual, con la fuerza de  voluntad y con la perseverancia. La tarea a cumplir puede ser de cualquier orden, en forma material, intelectual o espiritual.

Nuestros predecesores –con quienes estamos endeudados– hicieron grandes inventos, levantaron inmensas construcciones: catedrales, puentes, canales; fabricaron maquinarias e instrumentos para hacer más fácil el trabajo del hombre; no han cesado en el desarrollo y perfeccionamiento de las comunicaciones humanas. Crearon grandes obras literarias y artísticas, e idearon credos políticos y religiosos, como también nos dejaron la Filosofía y a la Ciencia.

Entonces, la vida nuestra debe encaminarse a abrir y alumbrar caminos. La muy virtuosa madre Teresa de Calcuta nos dejó esta reflexión: “La vida pasa una sola vez”. En fin, la vida debe ser para servir, para hacer el bien.

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