¿Quién, en su sano juicio, amanece cada día interrogándose para qué sirve, por ejemplo, el aire, el agua, o para qué sirven las estrellas o la memoria?  Existen personas, pero es raro verlas en la vida cotidiana de las sociedades con la frecuencia que quisiéramos, que se preguntan: para qué sirve el pasado del hombre. Tampoco solemos encontrar con frecuencia seres humanos que anden por ahí devanándose los sesos inquiriéndose a sí mismos, qué sentido tiene hurgar en la noche de la historia humana en busca de “cosas” que no se le ha “perdido” a la especie sapiente.

El hombre, no obstante, es el único animal de la escala zoológica que desobedece el mandato; no vayas donde no te han llamado. Y se embarca en la barca de la curiosidad y echa a navegar mares ignotos y procelosos en busca de pretéritos ocultos bajo incontables capas terregna del inagotable hilo tempore.

Homo sapiens tiene la necesidad insoslayable de mirar al pasado y buscar en él al menos explicaciones racionales y coherentes sobre su hacer en el planeta. Existen incontables definiciones del concepto de historia, pero siempre adquiere relieve de significación aquel que la conceptúa como la ciencia que se encarga de estudiar el pasado para que los hechos no se pierdan definitivamente en el insondable pretérito de la humanidad. (Heródoto) El estudio riguroso, de ceñido apego a paradigmas teóricos-metodológicos, cualesquiera sea su índole filosófica, nos preserva del extravío del ser sometido a la incesante corriente del devenir.

Toda historicidad constituyente requiere sumergirse en la noche del tiempo para situar la legitimidad teórica del origen de su propuesta. La historicidad constituida, con no poca pertinencia de legalidad científica, es el fundamento primero y primario sobre el cual se erige el imaginario social y representacional del acaecer subjetivo que signa el  desenvolvimiento de la sociedad. No existe sociedad sin pasado; de allí la pertinencia del estudio profundo del mismo para comprender el presente tan lleno de dudas e incertidumbres como lo irremediablemente acontecido. Las dudas que la complejidad social alberga en sí misma también habitan los desconciertos e incredulidades que de continuo proyecta el enigmático y desafiante pretérito sobre nosotros.

En cierto modo, como dice el historiador Jean Chesneaux, “el pasado también es presente”. O dicho con palabras más coloquiales: “aquellos polvos trajeron estos barriales”. La historia, entonces, sirve entre otras cosas para que el individuo sepa a ciencia cierta de dónde vienen sus ancestros y de dónde provienen los hechos y recuerdos sobre los acontecimientos más universalmente relevantes de la especie humana para no tropezar dos veces con la misma piedra inútilmente.

El sens común sostiene que quien olvida deliberadamente su pasado se condena a repetirlo cual Sísifo intentando subir su pesado fardo hasta la cima de la imposible cumbre. De allí que sean los historiadores los científicos sociales que suelen alertar a las civilizaciones de los peligros que la acechan y ponen en riesgo de los extravíos y naufragios, de sus cataclismos y grandes crisis y eventuales disoluciones como paradigmas de organización societarios. Un historiador no es de ningún modo un arúspice ni un profeta del desastre que va sembrando dudas e incertidumbres y escepticismos en el tejido social civilizatorio; por lo contrario, es un hombre de carne y hueso (un científico social) que indaga, estudia e investiga de acuerdo con el empleo responsable de técnicas, herramientas y estrategias teóricas y metodológicas acerca de las posibles causas y etiologías desencadenantes de los acontecimientos universales, nacionales, regionales y locales la emergencia, permanencia o circunstancial o definitiva disolución de estructuras y procesos de cualquier índole o naturaleza propios de la sociedad en cuestión.


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