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“Todas las cosas merecen nuestra risa o nuestras lágrimas”

Séneca

Varias y muy autorizadas voces se lamentan por el intercambio de descalificaciones entre las fuerzas adversas al chavismo, es decir, entre abstencionistas –la abstención es de sí una elección– y defensores del voto –por Falcón, claro está–; alegan, con sobrada razón, que el gobierno, divide et impera, logró frustrar una recomposición de la unidad opositora, relegando a segundo plano el clamor popular  por la  salida de Maduro y el restablecimiento de la institucionalidad democrática.

Por el tono de la diatriba, las posiciones parecieran   irreconciliables; pero, en política, ni las distancias son infinitas ni las diferencias son eternas. Ya lo dijo Winston Churchill: «A menudo me he tenido que comer mis palabras y he descubierto que eran una dieta equilibrada». Por lo demás, solo en política tiene validez moral la máxima según la cual el fin justifica los medios.

Chronos, padre de las horas, desespera a quienes anhelamos el derrumbe de la dictadura milicivil, implícito en la panoplia de escenarios y vaticinios de los analistas y profetas habituales, pues, intuimos, ignoran no por quién, sino cuándo doblarán las campanas; ante la incertidumbre, una alternativa: reír o llorar. Y si el señor del tiempo no nos favorece, probablemente Momo, divina personificación de la burla, sí lo haga, aunque la risa no sea el remedio infalible proclamado en la sección de humor un tanto tonto de la revista Selecciones del Reader’s Digest sin especificar qué cura –especialmente si reímos para no llorar–. En función de estas premisas, he ensayado sonrisas y el más risueño de los rostros, enmascarando muecas y morisquetas delatoras de cierta tendencia al escepticismo o la incombustibilidad, a objeto de plantar buena cara a la tormenta precomicial; sin embargo, no hubo necesidad de imposturas porque últimamente no he parado de reír y temo ser víctima de un ataque fatal  de hilaridad (fatal hilarity), cual sucedió al filósofo estoico Crisipo de Solos, quien emborrachó a su burro a fin de divertir a sus contertulios y falleció  a causa de una prolongada y estrepitosa carcajada provocada por el  zigzagueo y la desorientación del solípedo que hipaba, ¡hic!, en lugar de rebuznar, ¡hiaaaa, hiaaaa!

En un editorial más o menos reciente, “Desastre en Venezuela”, El País, haciendo uso de su derecho a réplica y con intención, quizá, de contrarrestar el estupor que produjo la publicación en su Tribuna y a página completa de un artículo de opinión firmado por Nicolás Maduro –“Nuestra democracia es proteger”– escrito vaya a usted a saber por quién, y  refutado, casi palabra a palabra, por Moisés Naím –“Nicolás Maduro y la banalidad del mal”–, apunta con tino a  «la ineptitud de unos gestores que actúan como si las palabras sirvieran para ocultar la realidad» y desacredita con sólida argumentación las elecciones que se simularán el próximo domingo, dejando claramente establecida su posición ante quien jamás cedería un centímetro o un segundo a la crítica de su gestión, ni siquiera si  fuese constructiva, en ninguno de los medios de su hegemónico emporio  comunicacional.

Prejuiciosamente persuadido de que sería malgastar tiempo, había postergado la lectura del texto atribuido a Maduro. Cuando al fin lo hice y me topé con la frase «La economía es el corazón de nuestro proyecto revolucionario», me sobrevino el primer ataque de risa, un  ja-ja-ja sostenido con secuela de tos, ahogo y, por supuesto, el inevitable y malsonante ¡joder!, concitado por esta chabacana perla imputable, esta sí,  a su inspiración: «La nuestra es una democracia de panas, porque para nosotros la patria es el pana y el otro, mi entraña». ¡Viva el socialismo panacrático!

Ya habíamos sumado la nuestra a los millones de sardónicas sonrisas motivadas por las alucinaciones del señor Maduro –el ectoplasma de Chávez transfigurado en grávido pajarillo y polícromo mariposón–, sus recurrentes lapsus brutis –multiplicación de los penes, los 5 puntos cardinales– y otras fruslerías similares almacenadas en su quincalla mental; pero, los embustes, sin importar su inverosimilitud, no se traducían en «pérdida de control del sistema límbico», sino en «un incremento de la frecuencia cardíaca y la tensión arterial», síntomas característicos de la ira, el enfado y la indignación presentes en las protestas de 2017.

Ha mentido tanto que ineluctablemente terminó encendiendo la chispa de la irrisión.  Así, no pude sacudirme del siguiente arrebato de carcajadas, al escucharle anunciar al mundo que una vez el pueblo de Venezuela ejerza su soberanía y lo elija presidente el 20 de mayo, de manera inmediata va a convocar un gran diálogo nacional por la paz. La nariz le volvió a crecer con el mentís de Danilo Medina que lo dejó en impúdicas pelotas como al rey desnudo de Hans Christian Andersen. Apenas recuperado de este desternillante je-je-je, me descuajaringo de nuevo ante el paso de dos caravanas, una del legalmente inhabilitado pretendiente a perpetuarse con la reelección y otra, ¿comparsa?, del sargento retador. Entre ambas no sumaban una docena de vehículos, y daban vueltas alrededor de la manzana, tales los soldados que se esfuman por un extremo del telón y reaparecen por el otro en representaciones con escasos recursos de la ópera Aída, y sus mensajes, emitidos a través potentes altoparlantes aportando decibeles en demasía a la contaminación sónica, desgranaban consignas y bolserías ofensivas a la inteligencia –¡Maduro dale duro! (¿a quién?) ¡Falcón sí va! (¿a dónde?)–. Por eso, la disputa entre el abstencionismo pasivo y el sufragismo militante comienza a saber a soda y se traduce en el relajante cosquilleo correspondiente a su alegre burbujear.

De acuerdo con la reseña de un libro del neurólogo Scott Weems, ¡Ja! Cómo nos reímos y por qué, colgada en Internet, la revista Central African Journal of Medicine informó que, en enero de 1962, tres alumnas de un internado de Kashasha (Tanzania) se echaron a reír y su risa se propagó por toda el aula y contagió a la mitad del colegio. Y al pueblo entero. 14 escuelas cerraron sus puertas y unas 1.000 personas estuvieron liberando endorfinas y dopamina durante 18 meses. Casos similares se han registrado a través de la historia y la geografía universales y no extrañaría que el próximo domingo, un elector maromero resbale con una concha de mango y su caída desate una epidemia de risotadas y se posponga la farsa para ocasión más propicia. Es solo un deseo. Nicolás compra los votos de las madres a millón y medio por vientre. Da dolor, sí. Pero, ¿por qué llorar, si mejor es reír?

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