Admito que todavía recuerdo la alegría que me estremeció al ver la satisfacción con la que un hombre de mediana edad llevaba al hombro un saco de zanahorias y una bolsa con tres pollos de buen tamaño. Los mercados de cielo abierto eran una feria de abundancia, especialmente en las cercanías de las elecciones. Las de la avenida Bolívar eran espectaculares y también un espectáculo. Había hasta la posibilidad de divorciarse o casarse en un momentico. Eran un momento de comunión del pueblo con sus dirigentes, la unión militar-cívica.

Entiendo las lágrimas de Jorge Giordani cuando su bondadoso corazón se impuso a la sequedad sentimental de los planificadores inspirados en el ateísmo marxista al ver cómo un tractor preparaba la tierra y sembraba arroz en lo que fue el hato El Frío, mientras se escuchaban al fondo a Juan Carlos Loyo, Elías Jaua y Aníbal Espejo enunciando resultados que nunca se hicieron realidad.

También me reí cuando el comandante anunció la propuesta de los gallineros verticales, cuando Freddy Bernal propuso criar conejos y de la seriedad extraterrestre con la que los cubanos asumieron el cultivo “organopónico” de lechugas, pepinos y cilantro en Parque Central.

También confié en otra idea de Giordani que fueron los saraos y saraítos, los fundos zamoranos, los núcleos endógenos, las cooperativas agrarias, la Misión Vuelvan Caras, las empresas de propiedad social y las empresas del Estado manejadas por los trabajadores. ¿Cómo no iba a alegrarme con la firma de la reestatización de Sidor, de que los trabajadores del hierro manejaran la industria y pusieran fin a las jornadas de trabajo esclavo impuestas por los directivos de la empresa ítalo-argentina Techint y se firmara un jugoso contrato colectivo? Que ahora Sidor esté quebrada es otro asunto.

Cuestioné que los medios de comunicación utilizaran los videos del comandante Chávez expropiando los negocios alrededor de la plaza Bolívar de Caracas para resaltar la contradicción de expropiar una propiedad del Estado, el edificio La Francia –que pertenecía a la Universidad de Oriente–, y no el significado de rescatar la casa en la esquina de Gradillas en la que Simón Bolívar vivió sus ocho meses de matrimonio con María Teresa Rodríguez del Toro Alayza.

Lamenté que Elías Jaua no fuese un muchacho más conocedor de los asuntos de producción, que siendo un hijo de Barlovento no entendiera los problemas del campesino, de la necesidad de créditos, pero también de asesoría técnica, de insumos, buenas semillas y herramientas, de que en el campo tampoco basta la buena voluntad, que por más que uno lea a Marx a la sombra de un cacaotal no se produce más chocolate; y que arremetiera contra los pequeños fundos en producción y emprendiera su propia versión de los koljoz soviéticos para su provecho personal y político a costa de unos kulaks criollos que fueron arruinados con más odio que eficiencia.

He tratado de entender la guerra económica –para tomar mi puesto de combate, claro– con la misma pasión con la que he defendido el control de cambio, los dólares preferenciales a 10 bolívares para alimentos y medicinas, pese a la gran duda que me despierta que Pdvsa funcione con los préstamos que le otorga el BCV con dinero inorgánico y no con su producción. Me he tragado de la a hasta la z el cuento de que las sanciones contra los funcionarios corruptos y violadores de los derechos humanos son parte de un bloqueo financiero contra los venezolanos en general, pero me cuesta mucho entender por qué declarar la crisis humanitaria y que el mundo nos mande comida y medicinas es una injerencia inaceptable. He vuelto a leer las obras completas del Che Guevara, volví a escuchar los discursos de Fidel, repasé la obra juvenil de Karl Marx, los cuadernitos de Marta Harnecker y Gabriela Uribe y todas las transcripciones de Aló, presidente y todavía no lo comprendo. Tampoco mis vecinos y compañeros de trabajo. Todos coincidimos en que no es culpa de los expertos y eficaces comunicadores del gobierno, de los villeguitas y las villeguitas, sino de nosotros mismos. Nos falla la cabeza, Nicolás. Tenemos hambre, desfallecimiento. Se acabó la fiesta. 


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