Escribo estas palabras para cruzar la raya del corredor de fondo. Me puse a divagar: cuando pequeño, yo vivía en Catia, con mis hermanas y hermanos y mis padres. Éramos cinco, hoy quedamos dos. Catia quedaba lejos, había muy pocas casas, pero en torno a la plaza Pérez Bonalde, terminadas las clases, patinábamos sin cesar hasta las 7:00 de la mañana, hora en que comenzábamos a comer las arepitas dulces, recién fritas. ¡Una delicia!

A 80 años de distancia, recuerdo que el suelo se hallaba alfombrado de hojas oscuras, amarillas y rojizas. Hacía frío. Los árboles despojados eran teñidos de rojo por el poniente y alumbraban las trinitarias y otras flores, cuyo nombre jamás supe. El gran terreno, donde jugábamos al beisbol, estaba desierto. Muchos pájaros, que sí conocía, volaban de rama en rama y descansaban en tierra, seguros. Cualquier paisaje es un estado del alma.

Soy susceptible de todas las pasiones, todas existen en mí. He ahogado varios amores al nacer. ¿Por qué? Porque los sentía menos duraderos que yo. Erróneamente, los ahogué en provecho futuro del afecto definitivo. Anhelaba yo el amor central y profundo. Aún creo en él. Mas, si he de permanecer solo, prefiero dejar mi esperanza y mi ensueño a traicionar mi vida.

Ser responsable es mi pesadilla. Sufrir por su culpa es un tormento de condenado, porque el ridículo envenena el dolor en este caso, y el peor de los ridículos es tener vergüenza de uno mismo. No carezco de fuerza contra los males exteriores; pero un daño irreparable es para mí la anulación de mi reposo y libertad para toda la vida. Expío mi privilegio, que consiste en asistir al drama de mi vida, en tener conciencia de la tragicomedia de mi propio destino y, más que eso, en tener el secreto de la tragicomedia misma. Es una posición extraña que llega a ser cruel cuando en mi pequeño papel el dolor me salta de nuevo y me liga a la enfermedad para recordarme las memorias del subsuelo. Sin el dolor el hombre se elevaría como una intrépida cometa hasta perderse en las memorias del olvido.

¿De qué manera encontraríamos de nuevo el valor para la acción? Cuando creía saberlo, fracasé. Hoy en día puedo asegurar que no lo sé. Tampoco me interesa si no puedo decir, como Baudelaire en su bello poema “Recogimiento” nos dice: “Sé sabio, oh, mi dolor y mantente más tranquilo (…) mi dolor, dama la mano, ven por aquí”.

¿Cómo decir la palabra final? Divago, giro la cabeza y mis ojos se fijan en un pequeño libro amarillo. Lo tomo y leo: La enfermedad y las metáforas, de Susan Sontag. ¡Gran redescubrimiento! Lo había leído hacía tiempo y, hoy, vuelvo a él. Sus páginas están subrayadas y llenas de comentarios y  notas. Me resulta conocido el camino, y avanzo con rapidez. A estas alturas, guardando las grandes y enormes distancias, vuelvo a compartir vicisitudes. Hace siete años me diagnosticaron un cáncer en vejiga.

Susan Sontag nació en Nueva York, el 16 de enero de 1933, falleció en su ciudad natal el 28 de diciembre de 2004, en el hospital Memorial Sloan Kettering, víctima de un cáncer de mama que se complicó, a la edad de 71 años, debido a la aparición de un síndrome mielodisplásico –los síndromes mielodisplásicos, también llamados preleucemia, son enfermedades en las cuales la médula ósea no funciona normalmente y no se producen suficientes glóbulos rojos normales– que desembocó en una leucemia mielógena aguda. El origen de la leucemia fue probablemente la radioterapia recibida casi tres décadas antes, empleada para la curación de un avanzado cáncer de mama que sufrió cuando tenía 43 años.

En los años setenta le fue diagnosticada una recurrencia complicada del cáncer. Mientras padecía el duro tratamiento contra la enfermedad, Sontag transmitió la experiencia por escrito con su extraordinaria lucidez. El resultado fue el libro La enfermedad y sus metáforas. Diez años más tarde, el ensayo fue ampliado con El sida y sus metáforas. Ambos textos examinan la forma como ciertas enfermedades originan actitudes sociales que pueden resultar más dañinas para el paciente que las enfermedades mismas.

Sontag señala que las fantasías inspiradas por la tuberculosis en el siglo XIX y por el cáncer en el siglo XX son reacciones ante enfermedades consideradas intratables y caprichosas (incomprendidas), precisamente en una época en que la premisa básica de la medicina es que todas las enfermedades pueden curarse. Las enfermedades de este tipo son, por definición, misteriosas. “Aunque la mixtificación de una enfermedad siempre tiene lugar en un marco de esperanzas renovadas, la enfermedad en sí (ayer la tuberculosis, hoy el cáncer) infunde un terror totalmente pasado de moda. Basta ver una enfermedad cualquiera como un misterio, y temerla intensamente, para que se vuelva moralmente, si no literalmente, contagiosa”. La ecuación es: cáncer = muerte.

Sontag fue una de las primeras críticas modernas en señalar de manera convincente que la enfermedad adquiere significado mediante el uso de la metáfora.

De acuerdo con Sontag, cualquier enfermedad importante cuyos orígenes sean oscuros y su tratamiento ineficaz tiende a hundirse en significados. En un principio se le asignan los horrores más hondos (la corrupción, la putrefacción, la polución, la anomia, la debilidad). Luego, en nombre de ella (es decir, usándola como metáfora), se atribuye ese horror a otras cosas, la enfermedad se adjetiva. Se dice que algo es enfermizo, para decir que es repugnante o feo. En francés se dice que una fachada decrépita está lépreuse. Y es que, como señala Deborah Lupton, hay una relación reflexiva entre el discurso metafórico aplicado a la enfermedad y la misma enfermedad: “Así como se usan otros conceptos o cosas para describir la enfermedad, la enfermedad se usa como una metáfora”.

Esas representaciones metafóricas no son políticamente neutras, ya que, de hecho, las metáforas se usan comúnmente en luchas ideológicas alrededor de un sitio de significado en pugna, una estrategia lingüística usada para persuadir la aceptación de un significado sobre otro. “La metáfora trabaja para ‘naturalizar’ lo social, volviendo obvio lo que es problemático. Por ejemplo, las metáforas de la enfermedad por lo común se usan para describir el desorden, caos o corrupción, como cuando se describe el comunismo como ‘un cáncer de la sociedad’, o cuando se describe a un asesino psicópata como un ‘enfermo”.

Una metáfora es describir la misma cosa con distintas palabras. Yo lo he sentido en carne propia en estos siete años de lucha, en los que siempre oigo frases como estas: “Si está localizado, no es malo”, “fulano de tal vivió 40 años con su cáncer en vejiga”, “tu vida no corre peligro si es superficial”, y el eufemismo clásico de las notas necrológicas: “Murió al cabo de una penosa y larga enfermedad”.

No es el hecho de nombrar, de por sí, peyorativo o condenatorio, sino específicamente la palabra “cáncer”. En sus récipes, los médicos la esconden escribiendo: “Padece de Ca. en mama”. Hasta tanto tratemos esta enfermedad como a un animal de rapiña, perverso e invencible, la mayoría de los enfermos de cáncer, efectivamente, se desmoralizarán.

El uso de la metáfora no se reduce a los discursos populares; es muy frecuente también en los discursos médicos y científicos, de donde probablemente surge. Una de las metáforas más recurrentes en el discurso moderno de la enfermedad es la de la guerra. Según Susan Sontag, “no hay médico, ni paciente atento, que no sea versado en esta terminología militar, o que por lo menos no la conozca. Las células cancerosas no se multiplican y basta: ‘invaden’. Como dice cierto manual, ‘los tumores malignos, aun cuando crecen lentamente, invaden’. A partir del tumor original, las células cancerosas ‘colonizan’ zonas remotas del cuerpo, empezando por implantar diminutivas avanzadas (‘micrometástasis’) cuya existencia es puramente teórica, pues no se pueden detectar”. La enfermedad ya no es concebida predominantemente como una evocación del mal causada por la ira de Dios, sino como un invasor microscópico, que pretende entrar en el cuerpo y causar problemas. Esta metáfora predomina en el lenguaje del sistema inmune y, por tanto, también en el del sida.

Las personas cuyos sistemas inmunes son “inferiores” se vuelven miembros de una nueva subclase estigmatizada y victimizada. Las representaciones lingüísticas y visuales de la medicina, la enfermedad y el cuerpo en la cultura popular y de élite y en los textos médico-científicos tienen mucha influencia en la construcción tanto de los conocimientos legos como médicos, así como de las experiencias de estos fenómenos. Los sistemas metafóricos que describen la enfermedad y el cuerpo son decisiones lingüísticas importantes que revelan ansiedades sociales más profundas sobre el control y la salud del cuerpo político así como del cuerpo físico.

Asimismo, las representaciones iconográficas del cuerpo enfermo son inherentemente políticas, y buscan categorizar y controlar la desviación, valorizar la normalidad y promover la medicina como maravillosa y siempre en progreso. Los modos comunes de conceptualizar la enfermedad o la amenaza de enfermedad suele incorporar imaginería asociada con la guerra, el miedo, la violencia, el heroísmo, la religión, la xenofobia, la contaminación, los roles de género, infamación y control. Como señala Lupton, hacer conciencia sobre esos significados latentes como se expresa en los textos de élite, científicos y populares es vital para los académicos y estudiantes en humanidades y ciencias sociales que están interesados en la medicina como cultura, y proporcionan la base de esfuerzos de parte de los activistas culturales para resistir o subvertir las representaciones estigmatizadoras.

Larga es la palabra final, como largo es el último adiós. Hasta el latido del cero irrefutable.


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