Venezuela no debe continuar con la actual dañina bicefalia, que mantiene al país en gran parálisis y empeora la ya grave crisis nacional caracterizada por hambre y muerte, violencia y destrucción. En estos mismos días estamos viviendo una realidad sumamente dramática, expresiva de dos décadas de progresivo deterioro global y que afecta, por tanto, los distintos ámbitos sociales: económico, político y cultural.

Esa bicefalia consiste en la existencia de dos cabezas, que reflejan de modo patente una doble situación intolerable: la una ejerce el poder de facto apoyándose principalmente en la Fuerza Armada y es ilegítima, no tanto por irregularidades en el campo jurídico, cuanto por la permanente violación de derechos humanos del pueblo venezolano, comenzando por las insoportables privaciones que golpean especialmente a los más desprotegidos, los niños y ancianos de los sectores pobres de la población, junto con la obstrucción de la ayuda humanitaria para aliviarlas; la otra cabeza es la legítima, pues brota debidamente del único poder público elegido por la gran mayoría de los ciudadanos, goza del espontáneo apoyo de estos y de un gran reconocimiento internacional.

El episcopado en enero del año pasado denunció lo siguiente: “Con la suspensión del referéndum revocatorio y la creación de la asamblea nacional constituyente, el gobierno usurpó al pueblo su poder originario. Los resultados los está padeciendo el mismo pueblo que ve empeorar día tras día su situación” (Exhortación, 12 de enero de 2018). Meses más tarde el mismo episcopado advirtió la ilegitimidad de la consulta electoral de mayo y de la resultante prolongación del “mandato del actual gobernante” (Exhortación del 11 de julio de 2018).

De lo anterior se puede inferir, como algo implícito en las declaraciones del episcopado, que la actual bicefalia debe resolverse así: quien detenta el poder de facto tiene que ceder el paso a la formación de un gobierno de transición, respondiendo de tal manera al angustioso clamor nacional y al obligante bien común de los venezolanos, quienes anhelan y urgen la recuperación de la paz y el restablecimiento de un clima de convivencia democrática de la nación. Al pueblo soberano le habrá de corresponder, mediante elecciones verdaderamente libres, convalidar este cambio y determinar el camino ulterior a seguir.

El episcopado también ha hecho llamados a la Fuerza Armada “a que se mantenga fiel a su juramento ante Dios y la patria de defender la Constitución y la democracia, y a que no se deje llevar por una parcialidad política e ideológica” (Ibid.). Lo que significa reconocer la cabeza legítima.

Las tomas de posición de los obispos brotan de una coherente preocupación pastoral, en la línea de su misión evangelizadora específica, que los obliga a contribuir junto con toda la Iglesia a la construcción de una “nueva sociedad” o “civilización del amor”; esta busca conjugar la libertad y la justicia, el progreso y la solidaridad, el pluralismo y la paz. Una sociedad en que hay un Estado de Derecho, se respetan y promueven los derechos humanos, los deberes de las personas así como de los conjuntos sociales, la calidad moral y espiritual de vida y una ecología integral.

Estimo que en la presente circunstancia cobra particular actualidad lo que en la citada Exhortación de enero del año pasado dijera el episcopado: “La actitud de resignación es paralizante y en nada contribuye al mejoramiento de la situación. Lo positivo y lo eficaz es el compromiso, la esperanza y la solidaridad. ¡Despierta y reacciona, es el momento!, lema de la segunda visita de san Juan Pablo II a Venezuela (1996), resuena en esta hora aciaga de la vida nacional. Despertar y reaccionar es percatarse de que el poder del pueblo supera cualquier otro poder”.

Venezuela, como una nación, un pueblo, un cuerpo político, necesita y soporta una sola cabeza presidencial, legítima, democrática, de rectitud republicana y moral. Esa cabeza existe y Venezuela urge el ejercicio pleno de su autoridad.


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