I.

El sábado pasado tuvo lugar una marcha por la ciencia en casi 600 ciudades, en diversas partes del planeta. Cobró forma al calor de una idea nacida en Washington como respuesta al desdén y la supina ignorancia con las que Donald Trump declara (no es el único político en hacerlo, por cierto) sobre la investigación y los investigadores. El propósito central fue subrayar la relevancia de la ciencia en la sociedad contemporánea y tomó en cada sitio motivaciones adicionales específicas, propias de cada país.

No sé si habrá que decir que en ninguna parte de Venezuela se registró alguna marcha similar, a pesar de que los motivos sobran. En efecto, la investigación científica nacional se ha deteriorado visiblemente y hay muy pocos indicios de que la muestren a la altura de las cánones que mandan en el siglo XXI.

II.

Claro, las urgencias y los apremios del país van por otro lado. Nuestro humor colectivo no da para manifestar a favor de la ciencia. Las marchas obedecen a otros impulsos, nacidos de una severa crisis que nos agobia a todos y que sobrepasa al gobierno entre otras razones porque el gobierno es su principal origen, además de que ha obstruido de mil maneras las posibilidades de enfrentarla, entre ellas la celebración de elecciones. Sin embargo, de unos días a esta parte, y en el marco de la protesta ciudadana, el propio presidente Maduro ha declarado que deben realizarse. Buena noticia, si es que va en serio, piensa uno, tan dado en esta época al descreimiento. Sin embargo, habrá que ver en que modalidad se llevan a cabo (generales, regionales…) y en qué fecha, teniendo presente siempre que los comicios son condición necesaria, pero de ninguna manera suficiente, para que la sociedad salga de aprietos.

Declaraciones aparte, lo cierto es que, al momento de escribir estas líneas, la represión de la protesta ciudadana ha sido la política gubernamental de más relevancia para encarar las dificultades nacionales.

III.

Ocurre, entonces, que, luego de remar durante casi dos décadas, la revolución bolivariana terminó de disolverse en los gases esparcidos por las bombas lacrimógenas y al menos dos decenas de muertos que no debieron morir. Sin el paraguas del discurso épico montado sobre el barril petrolero, la Patria Bonita se consolidó como ficción. Las palabras se volvieron vacías y perdieron el vínculo con la terca realidad de cada día de todos los ciudadanos.

En fin, el proyecto que se articuló en torno al ofrecimiento de una sociedad productiva, equitativa, digna y consciente, ha dejado como saldo un país en muchos sentidos más desacomodado, vulnerable e incluso roto que el que teníamos antes. Luego de casi veinte años es sobre todo, el relato de un fracaso. O, peor aún, de una desilusión.

Al país se le traspapeló el futuro, no sabe cómo se camina para adelante. Por eso no le ve sentido a marchar por la ciencia

IV.

Nos vienen  tiempos de cambio, no hay duda. Vendrán en formato de transición, asociados a la necesidad de resetear la política y darle un nuevo sentido común, a fin de que puedan darse las conversaciones y los acuerdos necesarios (favor no satanizar el diálogo a cuenta de una equivocada experiencia), con el propósito de ir estabilizando al país, a través de una secuencia variada y no siempre lineal de acciones, que, es bueno advertirlo, llevan su tiempo, no son como el café instantáneo.

Y, un poquito más allá, pero no tanto, de los apuros y de los agobios, la política habrá de fundamentarse sobre otros conceptos que nos permitan pensar de una manera nueva lo nuevo que se nos viene encima. Lo digo, entre otras cosas, porque se habla mucho, y con razón, de la economía posrentista. Pero poco, y sin razón, de la política posrentista.


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