Escribir en el teclado con tristeza es una sensación distinta. Se nos fue Pablo, un amigo y hermano del alma. Pablito fue mi compañero desde los años mozos de la UCV. Entramos juntos en la Escuela de Estudios Políticos. Yo salía malogrado de la Academia Militar y él regresaba derrotado de Chile, adonde fue a soñar con una revolución y un socialismo que nunca se logró. En las aulas de la UCV nos adoptamos, yo era espécimen aún con porte militar y Pablo un joven greñudo con el perfil del intelectual. Nos asombraba con sus intervenciones en clase, siempre se expresaba con una retórica que enmudecía hasta a los más sólidos de nuestros profesores de esa época. Pablo ya era un periodista, antes de salir para Chile había dejado huella con Reventón, una revista que Caldera había cerrado por su línea crítica y opositora al establishment. Pablo no solo era un joven maestro para los pichones de politólogos, sino que nos hizo incursionar en las lides del periodismo y de la cultura. Con Pablo hicimos la revista Escena, un tributo al teatro; después inventó la revista Buen Vivir, pionera de la línea de publicaciones del quehacer en la ciudad; me llevó de la mano a Libros al Día de Carlos Ramírez Faría, y en algún momento de crisis económica me consiguió que escribiera en Kena, la más frívola de las revistas de la época.

Como en toda historia de jóvenes, cada uno toma sus caminos; yo me fui a la diplomacia y Pablo al periodismo corporativo. Dejamos una gran amistad, pero a pesar de la distancia nunca nos alejamos. No fueron pocos los encuentros afectuosos y familiares que nos hacían yuntas, las discusiones y diferencias eran parte de la existencia, era una máquina de hacer amigos, de descubrir jóvenes periodistas, del conocimiento y de la crítica, era una referencia mayor como hermano, siempre listo para apoyar, rebelde hasta sus últimos tiempos. Fue jefe de redacción de El Nacional. Se graduó de politólogo muchos años después para dedicarse a la docencia, a estudiar la política y los medios.

Nunca olvidaré un día que inició clases en la misma escuela que nos formó y lo encontré sentado en aula como mi alumno. Podría pasar horas escribiendo sobre tantas horas de estudios juntos, tantos encuentros en el exterior; descubrimos Nueva York, navegamos en el Caribe; cuántas barras compartidas y tiempos ausentes por las circunstancias de la cotidianidad.

Esta mañana me pidió Nabor Zambrano que fuéramos a despedirlo, no tuve la valentía; lo había visto hacía una semana. Solo me quedó la angustia, qué pensará esa mente lúcida en la recta final. Demasiado duro perder un gran amigo.


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