Esta semana ha sido, para los que aquí moramos, más profana que santa.

A las sórdidas revelaciones que pusieron de bulto el tráfico carnal – prostitución de alto coturno– que, para satisfacer la lujuria de jerarcas del chavismo, se ocultaba tras la mampara del certamen Miss Venezuela y el anuncio de una reconversión monetaria que, además de maquillar la hiperinflación, comporta, según malician entendidos, ¡fíjense bien!, un aumento sustantivo y no decretado del precio de la gasolina, se sumó una adelantada reinterpretación de la quema de Judas que la tradición pauta para hoy a manos de la justicia popular.

No ardió Chávez, prematuro avatar del Iscariote, en una hoguera purificadora; pero su réplica, broncíneo monigote, duro de tumbar como el que sabemos –regalo de Vladimir Putin al pueblo de Sabaneta, cuna del redentor bolivariano, a cuenta vaya usted a saber de qué favores–, fue chamuscada, apedreada y zarandeada: se mantuvo en pie a pesar de todo, pero su menoscabo y pérdida de valor simbólico fueron noticia ampliamente difundida en medios internacionales. La agencia Sputnik y el canal RT (Rusia Today) redujeron el hecho a un acto de vandalismo consumado por bárbaros iconoclastas, ocultando las razones que lo motivaron, que sí fueron explicitadas por la prensa independiente.

Y, por si fuera poco, el miércoles, mientras centenares, quizá millares de creyentes vestían sus sayos púrpuras a objeto de saldar sus deudas con el Nazareno, se produjo, en la Comandancia General de la Policía de Carabobo (Valencia), un motín que derivó en inexplicado incendio y provocó la muerte de al menos 68 personas (10 de ellas mujeres) –dato suministrado por el espurio fiscal Saab que investigará, promete, lo sucedido, a fin de archivarlo en la gaveta del olvido, y exculpar de la masacre a Iris Varela y los esbirros que prendieron fuego a los reclusos–; se trata de una espeluznante ejecución masiva que hace de esta la peor tragedia ocurrida en la historia penitenciaria de Venezuela. Y mire que ha habido unas cuantas.

Más obsceno que sagrado ha sido el discurrir de la Semana Mayor, preludio del primaveral mes de abril que hoy comienza con su oferta de colores y fragancias, mas también con amenazantes espectros de ayeres ahitados por protestas multitudinarias, golpes, contragolpes y el temor a que las descargas de fusilería y el traqueteo de ametralladoras que suelen acompasar el ruido de sables acallen el eco de las Siete Palabras y las notas del Popule Meus y de los cánticos entonados durante la vigilia pascual. Digresión aparte, barrunto que el nombre de pascua florida, como también se denomina al Domingo de Resurrección –día de gloria para la cristiandad que celebra la salida de Jesús de su tumba y su ascensión a los cielos para ocupar el lugar que corresponde a quien es vértice del misterioso y santísimo triángulo conformado por las tres divinas personas, aspectos o atributos insondables del Dios único de los cristianos–, tiene que ver con que ese renacer de Jesús al tercer día de haber sido crucificado se celebre en primavera. Así lo dictan los evangelios canónicos, sin importar que en el hemisferio sur la magna conmemoración tenga lugar en otoño.

Confieso que no soy creyente y, aunque no puedo afirmar taxativamente que soy ateo, pienso, a riesgo de que se me tome por blasfemo, que fue el hombre quien creó a Dios a su imagen y semejanza y no al revés, y que, tal vez, los agnósticos tengan razón al sostener que es imposible demostrar su existencia o inexistencia. La salvedad procede porque intuyo probable que los evangelistas no llegaron a pensar que el orbe pudiese exceder las fronteras del imperio romano y mucho menos que medio mundo en sus antípodas. Y, sin embargo, ya usted ve cómo la idea de un supremo hacedor convoca seguidores en toda la redondez del globo, de modo que sería una majadería minimizar la significación que estos días tienen para ese ciudadano corriente y doliente, ese que conserva intacta su fe en el altísimo, a pesar de que, como bien sentenciase hace un año el arzobispo de Coro, monseñor Roberto Lückert, “es imposible rezar con la barriga vacía”; y, a juzgar por la poca resistencia que encuentra la dictadura a la cruzada continuista emprendida por su mascarón de proa, pareciera que quienes sufren el rigor de la opresión se han resignado a calarse el calamar rojo.

Olvidaron aquello de “el pueblo unido, jamás será vencido”, entre otras cosas, porque no encuentran una figura que les entusiasme ni un programa al cual adherirse. Se desvanecen las expectativas generadas por una alianza suprapartidos que prefiguraba una auténtica primavera para el movimiento democrático. De momento, la Iglesia y las universidades son únicos  portavoces confiables de la esperanza.

Y si, tal como evidencian los sondeos de opinión, son estas las instituciones con mayor predicamento en la sociedad venezolana, con ellas deben contar quienes se propongan conducir una insurgencia popular contra las pretensiones continuistas de la dictadura, incluso a través del rapaz halcón que revolotea alrededor de la presa presidencial, no en cuanto ave de cetrería sino en tanto que pájaro de mal agüero, ¡ojalá estemos equivocados! En el Aula Magna de la casa que vence las sombras se celebró el evento Venezuela unida no se rinde, es hora de cambiar, vinculado a la conformación del anhelado frente, que, desafortunadamente, no termina de cuajar. 

Tres casas de estudios superiores ―UCV, USB, UCAB― encendieron las alarmas con los hallazgos de su Encuesta Nacional de Condiciones de Vida, referencia ineludible para el diseño de un programa de transición; por su parte, la Conferencia Episcopal, al precisar que “la nación se ha venido a menos, debido a la pretensión de implantar un sistema totalitario, injusto, ineficiente, manipulador, donde el juego de mantenerse en el poder a costa del sufrimiento del pueblo es la consigna”, manifestó que el plan de la patria ha sido nefasto para el país, y las propuestas gubernamentales han propiciado la corrupción. Esta postura es un ejemplo si se quiere superar el toreo de salón en que ha devenido el ejercicio político de una dirigencia con vocación de oposición a perpetuidad. Pensemos en ello al término de estos santificados días, mancillados por falaces resurrecciones, cual la de todos los muertos inscritos, gracias a la milagrosa Tibisay, en el registro electoral para votar a Nicolás en un mano a mano consigo mismo, pues el cernícalo como que tiene plomo en el ala. Estamos en abril, ¡que Dios nos agarre confesados!

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