El título anterior lo tomé de un artículo publicado por Mario Vargas Llosa, en marzo de 1993, y que está incluido en su libro Sables y utopías, visiones de América Latina. El mismo viene a propósito para lo que quiero tratar hoy.

Señala Fray Bartolomé de las Casas que cuando Colón desembarcó en la isla de Guanahaní, el 12 de octubre de 1492, procedió a tomar posesión de aquella tierra paradisíaca en nombre de los reyes de España. En tan fundamental momento –resalta el mencionado sacerdote– los indígenas y los españoles se miraban maravillados entre sí. Pero lo que llamó más la atención a los descubridores fue la mansedumbre, simplicidad y confianza de los habitantes de aquella tierra que se allegaban a ellos con familiaridad, sin temor y sospecha, como si fueren padres e hijos. Los indígenas procedieron de seguido a traerle a los cristianos cosas de comer, momento en el cual los españoles percibieron que algunos de ellos colgaban de sus narices unos pedacitos de oro. Ese acontecimiento marcó un especial rumbo en el almirante: sacar provecho de estas tierras y su gente en beneficio de los reyes y vasallos. Sin duda en ese momento iniciático se puso de manifiesto la otra cara de nuestro paraíso.

Por todos los rincones del Nuevo Mundo, el proceso conquistador se ejecutó agresivamente y de eso da fe José Gil Fortoul, cuando en su Historia Constitucional de Venezuela (Tomo Primero) hace señalamientos específicos: “Entre los nombres de los más duros indieros, las crónicas repiten a menudo los nombres de Alonso de Ojeda, Diego de Ordaz y Jerónimo de Hortal”.

Después de la Conquista vino el proceso colonial que fue seguido por las guerras de independencia, las cuales, en el caso de la Gran Colombia, concluyen con un Libertador enfermo y desilusionado, que en su última proclama señala: “Si mi muerte contribuye para que cesen los partidos y se consolide la unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro”. Pocos días después, ya en plena agonía, se incorpora por unos segundos para expresar su último sentimiento: “Vámonos, vámonos, esta gente no nos quiere en esta tierra…”.

En ese trágico momento, el caudillismo hace acto de presencia, acompañado, en algunos casos, de una particular habilidad para conducir las grandes masas y hasta hombres de letras. Esta figura termina abriéndole las puertas a la autocracia, alcanzando su más alta representación en la figura de Juan Vicente Gómez. A la muerte de este, se inicia un proceso de apertura que abre las puertas de las libertades durante los gobiernos de Rómulo Betancourt y Rómulo Gallegos (el primer presidente elegido democráticamente). Pero el dulce sueño fue breve y la bota militar volvió a imponerse.

Con el derrocamiento del dictador Marcos Pérez Jiménez se abrió otra puerta a la democracia venezolana, por el breve lapso de 41 años que va de 1958 a 1999. Luego, con la elección de Hugo Chávez Frías, se empodera en la política venezolana la figura del líder carismático, esta vez con mentalidad comunista y conducción marcada por la arbitrariedad. Lo curioso es que este líder carismático fue electo democráticamente por un pueblo que vio su proyecto político como un verdadero mar de bienestar y felicidad, cuando en realidad era la trágica representación de la otra cara del paraíso: un lugar de tinieblas y destrucción intensa.

Uno esperaría salir pronto de la pesadilla que ha consumido 20 años de nuestras vidas, y que la lección se haya aprendido de una vez por todas. Pero no podemos olvidar que somos los únicos seres de la creación que se tropiezan más de una vez con la misma piedra.

@EddyReyesT


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