Siempre que escribía mis artículos pensaba en Oswaldo Barreto. Me importaban mucho sus opiniones a veces lapidarias, y deseaba que los aprobara. Seguiré pendiente de sus juicios, pese a que ya no está entre nosotros. Mi camino en su compañía fue fructífero, en ocasiones más por la influencia de sus ideas que por las que yo pudiera proponer. De allí la sensación de una pérdida sin reemplazo, fraguada en décadas de íntima cercanía.

Uno de los rasgos sobresalientes del amigo que se ha marchado fue su honestidad intelectual. Decía lo que consideraba pertinente, sin guardarse nada y en ocasiones desde una cátedra inflexible. Aprendí a sortear los escollos de su opinión avasallante, debido a la profundidad de su formación académica y a los nexos de afecto que el tiempo fue edificando hasta terminar en una amistad sin sombras. Profesional del pensamiento de los pies a la cabeza y criatura de una formación impecable de sociólogo en las aulas venezolanas y francesas, tenerlo cerca fue un auxilio que obligaba a redactar de nuevo los escritos, o a modificarlos, aunque también a sentir el alivio de que no le disgustaran  cuando los leyera. Una opinión favorable de Oswaldo Barreto fue, para mí, más importante que los diplomas que conceden las instituciones más encumbradas.  Jamás transigió con lo que consideraba como mediocridad en el ámbito de las letras y del pensamiento, después de desandar una ruta de aventuras extremas en cuyas vivencias provocó reacciones también extremas.

El ir y venir por los derroteros de la revolución contra la democracia representativa lo convirtió en referencia para el mundillo de las izquierdas, debido a que la mudanza de sus ideas y de sus conductas no significó un viraje superficial sino  la consecuencia de una reflexión de gran calado. De allí que repitiera en muchos otros el trabajo de juez y conductor que ejerció en mi predicamento personal, para dejar una muchedumbre de discípulos mayores de edad y de este domicilio  que se hacían mejores y distintos cuando se levantaban del pupitre ambulante que llevaba en el maletín.  Su imán atraía por la confianza ofrecida, tras la cual no solo se observaba el caudal de sus saberes sino también la prodigalidad de su afecto. Si preguntan por la razón que nos dejó sin los escritos que debió legarnos, está ante una respuesta indiscutible: se metió en la obra intelectual de los demás, a la cual se entregó con generosidad infinita. Redactó trabajos de trascendencia, como su ensayo sobre la dictadura de Pérez Jiménez, y artículos en revistas académicas sobre la actualidad venezolana y sobre las mudanzas del comunismo en el siglo XX, pero pudo ser mayor el aporte si no se hubiese ocupado tanto del trabajo ajeno. Tuvo interlocutores de primera línea, como Fidel Castro,  Regis Debray y Teodoro Petkoff, pero no desdeñó jamás a quienes lo buscamos desde posiciones modestas.

Quedan, por fortuna, sus artículos de opinión, la mayoría ensayos densos que publicó en tiempos  juveniles en diarios subversivos  y después en el Papel Literario de El Nacional y en las páginas de Tal Cual. Pero, sobre todo, queda su trajín en los negocios de la política,  cuyos desafíos jamás le fueron ajenos y ante los cuales sorprendía con pareceres inusuales. Tal vez por eso no gozara de simpatías universales, sino de la respuesta adversa de quienes no se podían parangonar con su brillantez. También queda su trabajo docente en la Escuela de Educación de la UCV, como catedrático de Teoría del Conocimiento, en cuyas aulas fue notable la ilustración que ofreció a través de décadas. No se puede escribir un capítulo solvente de la cultura venezolana en nuestros días, sin ver en Oswaldo Barreto un protagonista estelar.

Pero, para apreciar su tránsito cabalmente, conviene mirar hacia los orígenes provincianos en cuyos pormenores se deleitaba en las tertulias. Criatura de una dinastía de caudillos que fue fundamental para la gente de Trujillo desde el siglo XIX,  descendiente del general Juan y de sus beligerantes hijos, fue la última representación del León de la Cordillera que habitó entre nosotros. Un sociólogo graduado en París que llevaba en su sangre lo autoridad de los Araujo de Jajó, tenía que sobresalir entre sus compañeros de oficio y entre quienes nos iluminamos con su compañía. Actual y anacrónico, contemporáneo y antiguo, patriarcal como el viejo grande de las barbas  pero inesperado como un adolescente, fue un caballero de las jornadas montañesas que conmovió las esferas cosmopolitas y no pocas veces superfluas de nuestros días.

Es lo que se me ocurre, de momento, como primera aproximación a la vida de un amigo entrañable.


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