Tal cual vaticinaron calificados expertos en asuntos financieros y respetados economistas, el salario mínimo (30 dólares), anunciado con la parafernalia acostumbrada por Maduro como parte de su  paquetico de incongruentes medidas orientadas a la “recuperación, crecimiento y prosperidad económica”, se pulverizó en menos de dos meses.

Descendió a 6 lechugas today, disminuyendo su capacidad de compra en proporción directa al derrumbe del bolívar soberano, cuya caída libre presagia una urgente cirugía plástica, a fin de extirparle engorrosos ceros, adjetivarlo de manera diversa –regio, popular, supremo o alguna ocurrencia similar– y arrojarlo al basurero del olvido junto a su antecesor, el “fuerte” del comandante eterno. Y mientras el ingreso real de los trabajadores se hunde sin remedio en el barranco de la depresión, la cesta alimentaria escala cumbres inalcanzables, en razón de la brutal hiperinflación dolarizada.

De esta guisa hilvanaba pareceres respecto al fallido bojotazo escarlata –sincopados por la ineluctable y polisémica vaina y el hipar atinente a la ingesta alcohólica–, a solicitud de un habitual tertuliano en la barra de un bebedero antaño concurrido y hogaño desolado por obvios motivos, cuando, ¡zas!, se fue la luz y se hizo noche cerrada. ¡Black out!, gritó alguien, barbarizando la repentina negrura, conjurada de inmediato con un bolero de Manzanero (rima forzosa), romántico y no muy sutil elogio del onanismo –“Voy a apagar la luz / para pensar en ti, / y así dejar volar mi imaginación”–, y un aforismo endilgado a Immanuel Kant, leído u oído no recuerdo dónde ni a quién: “En las tinieblas la imaginación trabaja más activamente que a plena luz”.

Según Ricardo Hausmann, director del Centro Internacional de Desarrollo de la Universidad de Harvard, se requiere aumentar en 733% el menguado petro salario para devolverle el irrisorio poder de compra anterior al último incremento (o excremento). Por eso, no tiene caso extendernos en el monotemático discurso tabernario de la introducción. No así en la fabulación concitada por un apagón nada fuera de lo común en la Venezuela roja – “cuando lo extraordinario se hace cotidiano, estamos en presencia de la revolución”, dejó dicho el médico asesino–, botón de muestra de la ineficiencia operativa del chavismo originario o derivado, lo mismo da. A tal fin, pongámonos de acuerdo sobre qué cosa es la oscuridad u obscuridad. La enciclopedia del vago –Wikipedia– la define discutible y perogrullescamente como “ausencia de luz visible para los seres humanos”. Discutible, porque desde hace 20 años, aunque el sol no ha dejado de brillar, transitamos un interminable túnel con una mochila de esperanzas al hombro –Sísifos incapaces de depositar la roca en la cima de la cuesta–, procurando sin éxito sacudirnos la condición de sombras cautivas de un despotismo sin moral ni luces; perogrullesca, porque equivale a afirmar que los círculos no son cuadrados o en lo lleno no hay vacío. La quisquillosidad pretende aclarar la oscuridad (¿oxímoron?) para entender la expresión “se las vio negras”.

Oscuro como la tumba donde yace mi amigo es el título de una novela de Malcolm Lowry, escritor inglés enamorado de México quizá porque allí la muerte no se lamenta, se festeja –“Su prosa era florida/ Y a veces reñía/ Vivió, de noche, bebió, de día, /Y murió Tocando el ukelele”, escribió a manera de epitafio–, y viene a mi memoria cuando pienso en los presos políticos, en especial los confinados en esa obra maestra de la ingeniería penitenciaria a cargo del Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional llamada “la Tumba”, ominosa mazmorra ubicada cinco pisos bajo tierra para sepultar en vida a quienes osan rebelarse contra el modo de dominación militar impuesto por Chávez y amplificado por Maduro: en el fondo, una versión corregida y aumentada de las ergástulas donde se las vieron negras los reos de los generales Juan Vicente Gómez y Marcos Pérez Jiménez. No solo a los reclusos de conciencia se les niega la claridad. Corpoelec aplica el alicate sin orden ni concierto y la población se mueve a tientas: sus magras entradas le impiden hacerse de cirios o candiles y exorcizar las tinieblas con un profano fiat lux; para más inri, la autocracia miente y se niega a aceptar el fracaso de un modelo oscurantista de administración pública y organización social fundamentado en conceptos ochocentistas e ideas antediluvianas. Ahí está, confirmación de nuestro aserto, la asamblea cons(pros)tituyente, una tribu emparentada con Pedro Picapiedras, ¡yabba-dabba-doo!, y acaudillada por un cavernícola con mazo y todo, por quien, en una bajadita de La Haya, espera la Corte Penal Internacional.

Debido al  abuso y manipulación del pensamiento e imagen  de Simón Bolívar por parte de los hagiógrafos del santo varón barinés y los ideólogos, propagandistas, y escribas a sueldo del contubernio FANB-PSUV –¿asociación para delinquir?– no me es cómodo citarle; no obstante, he de superar mis aprensiones, pues, a propósito de la constitución que se cuece, con receta del chef Escarrá, en los fogones de la cueva comunitaria, viene a colación una frase suya (del Libertador, no del cagaleyes), extraída con pinzas de una carta dirigida al general José Antonio Páez, el 23 de diciembre de 1826: “A la sombra del misterio no trabaja sino el crimen”. Acaso por su descontextualización y reiteración excesiva, esas palabras han perdido algo de su significado y espíritu originales; sin embargo, es pertinente presentarlas a manera de espejo con la esperanza de mirarnos en él. Si es de día. De noche, sin iluminación, es prácticamente imposible reflejarse en el azogue –“Cuando la mirada ve oscura, el espíritu ve turbio”, leímos en Los miserables– y una bombilla cuesta lo suyo. Ya no será necesario rogarle al último migrante que apague la luz antes de tomar las de Villadiego. Vainas de la hiperinflación.

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