Las tiranías tienen sus orígenes en el odio, el resentimiento y la ira, que van siendo diseminados entre los ciudadanos por los Torquemada y los Savonarola de turno, para beneficio exclusivo de sus propios intereses. El resultado es la generación de más odio, de más resentimiento, de más ira. El “enemigo” siempre es aquel que no cumple con sus demandas, que se rehúsa a cumplir con sus exigencias. Ellos siempre tienen “la razón” –son “la razón” misma, “pura”– y, además, siempre son los “buenos”. El resto es un montón de “irracionales”, llenos de la más pura “maldad”. Ellos son los dueños de “la verdad”. Y es que, para ellos, para los sacerdotes del prejuicio, solo están la verdad o la mentira, lo bueno o lo malo, lo bello o lo feo, la derecha o la izquierda, el liberalismo o el socialismo. En suma: o lo uno o lo otro. Por supuesto, quienes cometen la osadía de enfrentarlos siempre serán la personificación de la falsedad, la mentira, la fealdad, el mal. Los Torquemada y Savonarola de rigor, a quienes anima la sospecha, obvian las circunstancias, obvian las determinaciones del tiempo histórico y lo reducen todo al lenguaje característico de una abstracta representación de lo absoluto, cabe decir, a sus sentenciosas acusaciones contra todo y contra todos.

El entendimiento abstracto tiene la fe positiva como su término opuesto correlativo. El primero –el entendimiento–, delira –absorto– con sus instrumentos de medición. Carga –ahora en versión 2.0– su cinta métrica, su escuadra, su compás, su ábaco y sus gráficas, porque –presupone– solo con la extraordinaria precisión de sus herramientas –su “metodología”– logrará, infaliblemente, dar cuenta de la medición exacta del quehacer social. Calculará, ponderará, medirá, cada inhalación y exhalación de la sociedad, cada suspiro, cada mirada, cada comentario, cada queja, cada manifestación de descontento de cada individuo. Sus previsiones serán inexpugnables, siguiendo, no sin pedante rigurosidad “científica”, la lejana herencia que les dejaran consagrada los expertos lectores de los signos, tras su paciente y rigurosa observación de los astros. “Un poco de carbono, oxígeno, nitrógeno e hidrógeno –dice Hegel– vertidos juntos en un cartucho de mapa, al que le han inscrito garabatos de polaridad y cosas semejantes, revueltos con la varita de la vanidad. Luego disparan sus ráfagas por el aire y creen estar exponiendo el Empíreo. El más vulgar empirismo aunado al formalismo de la materia y la polaridad, adobado con analogías irracionales y fulgores de pensamientos de borrachín”. Son los gases de Delfos en cada instante de su memoria paquidérmica. El segundo no necesita hacer inducciones, es decir, leyes generales a partir del meticulosísimo estudio de los hechos particulares. Simplemente, deduce, infiere desde sus “principios universales” y eternos, es decir, desde su ancestral sabiduría, el “todo en su conjunto”. Solo sentencia.

Entre los vacíos tecnicismos del entendimiento y las ciegas profecías apocalípticas, fija su residencia nominal la insana moralina: la de querer preservar al prójimo de cometer errores o –cosa similar– la de pretender enjuiciarlo y condenarlo al patíbulo del escarnio público. Una vez más, Hegel: “La cosa más dañina que existe es la de pretender preservarse de cometer errores. El miedo de procurarse activamente errores es la comodidad y el acompañamiento del error absolutamente pasivo. Así, la piedra no comete errores activamente, excepto, por ejemplo, la cal, cuando se le vierte encima aguafuerte. Entonces, sale completamente fuera de sí. Se desvía completamente y explota: llega a otro mundo. Todo esto le es incomprensible, y se extingue. Pero no funciona así para el ser humano. Él es sustancia, se mantiene. Esta petrificación, esta viscosidad, es a lo que se debe renunciar. La plasmabilidad, no lo instintual, lo non aridet, es la verdad. Solo cuando se comprende la cosa, y esto siempre ocurre después de aleccionarse, se está por encima de ella”.

No es verdad que, según Marx, la historia no la hagan los hombres sino las clases. Entre otras cosas, porque no existen clases sociales que no sean humanas. Seguir atribuyéndole a Marx la responsabilidad de las tiranías gansteriles que secuestran países y los expolian es como si se le atribuyera a Cristo la despreciable presencia de los pederastas que plagan la Iglesia mundial en su nombre. Bolívar no merece seguir siendo designado como el padre de una montonera de desalmados rufianes que han arruinado una de las naciones más bellas del planeta. Nunca Marx afirmó que la religión fuese “el opio del pueblo” sin más. Esa es una frase sacada de contexto por los viejos comunistas rusos y chinos, afectados de un ateísmo primitivo y ramplón. En la Introducción a la crítica de la filosofía del derecho, de 1844, Marx, siguiendo a Spinoza, se refiere a cómo la religión es “el suspiro de la criatura agobiada, el ánimo de un mundo sin corazón, porque es el espíritu de las situaciones carentes de espíritu”. Por eso mismo, la religión es, esencialmente, una denuncia. De hecho, la existencia de la religión es el síntoma de una sociedad que, al perderse a sí misma, al perder su más acá, invierte las cosas para concentrar sus deseos y satisfacciones en el más allá. Solo es opio en este sentido, porque se representa la miseria real del ser del mundo en la riqueza de aquello que debería ser.

Por lo demás, cuando Marx se refiere a la economía no pretende reducir la vida a la mera producción económica tal como se conoce hoy en día. Se refiere, más bien, a la producción material y espiritual, a la creación que solo se conquista en la diversidad laboral, desde sus formas más elementales hasta las más sofisticadas y sublimes. Por cierto, si hay algo que no termina de comprender el malandraje –el lumpen– es que el único modo posible de obtener riqueza no es ni con el rentismo derivado de los minerales, ni estafando al Estado, ni vendiendo drogas, ni robándole sus propiedades a empresarios honestos, sino única y exclusivamente produciendo riqueza. Para lo cual el conocimiento –especialmente, el desarrollo de la tecnología, de la ciencia y del arte– se transforma en una auténtica necesidad de los tiempos. No existe históricamente otro modo posible, real y concreto, de obtener riqueza que trabajando, es decir, creando. Ora et labora!


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