Mucho se ha comentado en estos días sobre la importancia de los debates en las elecciones presidenciales en México y en otros países, ahora y en otros momentos. Como alguien cuyo primer recuerdo electoral fue el debate entre Richard Nixon y John F. Kennedy en octubre de 1960, y que desde entonces ha presenciado, directa o indirectamente, una treintena de debates semejantes, quisiera compartir mis reflexiones y expectativas para este domingo con los lectores.

Primero: los debates sí mueven la aguja, pero no necesariamente por el conjunto de intervenciones o el desempeño general de un candidato u otro, sino por un gesto, una réplica, un error, un gran acierto. El caso de Nixon, en 1960, es icónico. Entre quienes escucharon el debate por radio, ganó de calle; entre los televidentes, perdió de manera aplastante. Por dos razones: el sudor en la frente y la llamada “five o’clock shadow” o “barba de tres días”, es decir, la barba cerrada de un varón a quien la rasurada de la mañana le dura poco. François Mitterrand perdió su debate con Valéry Giscard d’Estaing antes de la segunda vuelta en la elección de 1974, en parte porque los colmillos afilados –identificables con su reputación de político desalmado– presentaban una cara poco amable ante la juventud de su rival; pero ganó en 1981 con el mismo adversario, en parte por lo aprendido entre una elección y otra, en parte por haberse limado los dientes.  Reagan desarmó a Carter en 1980 con su famoso “There you go again, Mr. President”, y George Bush padre perdió su debate con Bill Clinton en 1992 en parte por haber mirado su reloj, como si se aburriera y quisiera largarse.

En México, muchos recordamos el memorable desempeño de Diego Fernández de Ceballos en 1994, con Cuauhtémoc Cárdenas y Ernesto Zedillo. De acuerdo con las confesiones de los principales colaboradores de Zedillo años después, la victoria de Diego fue tan arrolladora que prácticamente los rebasó en las encuestas internas levantadas después del debate. Asimismo, las frases memorables de Fox en el año 2000 –se me podrá quitar lo mal hablado, pero a ustedes nunca se les quitará lo corrupto– dirigidas a Francisco Labastida, y los errores de Labastida (“me dijo mariquita”) le permitieron llevarse la noche y acelerar su subida en las encuestas. La ausencia de López Obrador en el primer debate de 2006 le hizo perder varios puntos en las encuestas.

El debate de mañana difícilmente encerrará el impacto del de 1994, pues en lugar de tres participantes, habrá 5. Pero, incluso con 6 en 2000, Fox pudo destacar. El meollo de la gesta reside en la retención del público, y en la capacidad de los equipos de cada candidato en redes sociales (algo nuevo), y en los pos-debates o “spin-rooms”. Resaltar los errores de los demás, y amplificar los aciertos del candidato propio es lo obvio, y lo central. Muchos mexicanos recuerdan cómo Ricardo Anaya, un joven desconocido en ese momento, abrumó a Manlio Fabio Beltrones, un viejo lobo de mar y uno de los políticos tradicionales más modernos y hábiles de México. Nadie se acuerda del tercero presente (el inteligente y experimentado Agustín Basave), ni de la ausencia de AMLO.

He allí las oportunidades y los peligros de los debates. Mañana en la noche sabremos quiénes aprovecharon al máximo las primeras y tropezaron con los segundos.


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