En plena República de Weimar y cuando ya se asomaban las garras del Tercer Reich, el poeta y dramaturgo alemán Bertolt Brecht escribió su obra más exitosa y que lo haría mundialmente famoso: Die Dreigroschenoper (La ópera de tres centavos). Una amarga, sorprendente e ingeniosa parodia del burdel político en que se había convertido la democracia weimeriana, con música muy propia del esperpento y del kitch muy Blaue Reiter perseguido por Brecht, uno de cuyos temas, Mackie Messer, Macky el cuchillero, se convertiría en un hit mundial. ¿Quién no la conoce? “Y Macky carga una daga, y a esa daga, nadie ve…”.

Se trataba de una adaptación a la Alemania de entre guerras –sórdida, tenebrosa, deslumbrante e imaginativa– de la clásica The Beggar’s Opera (La ópera de los mendigos), del dramaturgo inglés John Gay, estrenada en Londres en 1728. Y ambientada en los suburbios prostibularios del Londres sumido en la decadencia, la nueva esclavitud proletaria, el vagabundaje y la prostitución. Gay prefigura los personajes que Brecht, el plagiario más talentoso del siglo XX, convirtiera en la fauna hamponil de su sarcástica y demoledora parodia del Berlín posrevolucionario y prenazi, lugar de encuentro de los más espantosos totalitarismos del siglo XX y en el que un próspero explotador de mendigos, Mister Peachum, su hija, una prostituta doncellesca y virginal, y el jefe de la policía, su pretendiente, daban vida a la sátira del decadente capitalismo prenazi.

Lo he recordado al son de este carnaval rufianesco y narcotraficante, mucho más delirante por tercermundista, subdesarrollado y petrolero, en el que la pareja presidencial, un casi bachiller y su brechtiana esposa, una abogada de los bajos fondos del oeste caraqueño, asaltantes de bancos en tiempos de nuestra adeco-copeyana República de Weimar y versión caribeña de Bonnie and Clyde, tiene a un par de hijos adoptivos en la cárcel de Manhattan, condenados a una larga pena de prisión por traficar 800 kilogramos de cocaína. Con pasaporte diplomático y protección presidencial. Y he constatado que, como suele decirse, la realidad es mucho más delirante y fantástica que la más especiosa obra de ficción: un capitán de Ejército golpista, espaldero del hombre que intentó asaltar el poder por las armas para conquistarlo en las urnas luego de seducir a filósofos, matarifes, abogados, periodistas, delincuentes, empresarios, actores y asesinos, subió al estrellato del escalafón del brechtiano poder bolivariano gracias a que nuestro Mister Peachum de los cuarteles le reventó un ojo mientras jugaban al béisbol de los pobres –una tapita de cerveza aplanada haciendo de pelota y un palo de escoba como bate– dejándolo tuerto para el resto de sus días. Sacrificó un ojo por agradar a su jefe. La recompensa sería suntuosa.

Suficiente como para que nuestra pandilla de asaltantes lo convirtieran en el privilegiado de la familia y una vez apoderados de la nueva República lo adoptaran como el consentido de nuestro llanero Mister Peachum, quien en un acto de soberano agradecimiento lo nombra nada más y nada menos que tesorero del reino. Tendría un solo ojo, pero suficientemente poderoso como para abarcar de una unívoca mirada los tesoros a su cargo y poder apropiarse impunemente de varios miles de millones de dólares. El ojo cubierto con unos elegantes anteojos de sol y puesto a valer en las mejores sastrerías norteamericanas y europeas, se retiró de todo servicio, se instaló en los Estados Unidos y para complacer a su joven vástago, que ama montar caballos de salto, compró una impactante mansión en la ciudad de Wellington, Florida, se hizo de un espectacular haras, adquirió los mejores caballos disponibles en el mercado, conquistó al vecindario hípico haciendo de mecenas del hipismo de La Florida y colmó sus ansias de posesión –él, un pobre y misérrimo muchacho de humilde origen– adquiriendo decenas de relojes de marca, carros de lujo, y todo cuanto un pobre multimillonario en dólares, obtenidos de un zarpazo de la noche a la mañana, considera el summum de la riqueza. Al extremo de que algunas damas de la nada pundonorosa aristocracia farandulera cuentan haber salido de Wellington en una escapadita de fin de semana a cenar en París. Proponerlo, tomar el avión del tuerto y enfilárselas a Orly o a Charles de Gaulle, fue todo en uno.

No son tres centavos: son 3 millardos de dólares. Y como la suma total de lo robado, según testimonian chavistas de la primera hora aunque sorprendentemente honrados, como el ex ministro Jorge Giordani, asciende a la estratosférica y vertiginosa cifra de 300 millardos de dólares ($ 300.000.000.000,00), esa ópera no podría escribirla ni el más delirante y fantasioso escritor de ciencia ficción: un Orwell, un Isaac Asimov o un Jorge Luis Borges. No se diga alguno de los guionistas de televisión o dramaturgos del patio, que además de ser incapaces de imaginar un crimen de esas feéricas dimensiones, prefieren no menealle, a ver si logran un acuerdo con el régimen para una transición sin víctimas.

Cosas veredes, Sancho…


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