Hay que leer la regulación del odio, pese a su origen espurio. No existe desde el punto de vista legal porque nació de un poder que no representa al pueblo, pero hay que detenerse en su orientación para sentir cómo una extremidad bastarda de la dictadura pretende reglamentar la vida de los ciudadanos en una materia tan delicada e íntima como la que habita el terreno de los sentimientos. El odio es un sentimiento tan importante que trató de ocuparse de su control la ley mosaica, pero sin pasar del terreno de las generalidades. Los diez mandamientos se conformaron con una propuesta panorámica, quizá porque, en su infinita sabiduría, Dios era consciente de los ingredientes explosivos que lo formaban y no quiso meterse en honduras. Tal vez supiera, por su capacidad de pronosticar la vida de sus criaturas, que una de ellas, llamada Delcy Eloína Rodríguez, completaría en 2017 el vacío que dejó en el monte Sinaí cuando puso en las manos de Moisés el código por excelencia.

Los legisladores venezolanos, también conscientes del problema, utilizaron las constituciones para manejarse con prudencia ante el arduo negocio, especialmente cuando intentaron diferenciarnos de otras comunidades en una situación que anunciaba guerra. Imitaron a otras sociedades que habían pasado por el mismo trance y lo habían remendado con la aguja de las cartas magnas. Se afanaron en escribir, en el prólogo de los flamantes libros sagrados, principios sobre la fraternidad de la ciudadanía y sobre el perjuicio acarreado por quienes la estorbaban, sin ponerse meticulosos. Después abordaron a través de códigos particulares los puntos que requerían atención específica en temas sobre los cuales se debía puntualizar, como la vida, la palabra, el pensamiento, la propiedad y la reputación de las personas, sin ofrecer novedades que chocaran con el sentido común de cada época. Fue así como, después de poner la nariz al servicio de las pulsiones de cada atmósfera, o de omitir asuntos que requerían mayor reflexión, trataron de contener los furores del odio sin que se descubriera un plan que atendiera las necesidades colectivas bajo la dirección de la parcialidad. Además, si se podía determinar el perjuicio de cierto tipo de sentimientos desde el interés de los mandones de turno, ¿para qué ponerse a inventar? Si, por ejemplo, la infalibilidad del general Gómez señalaba a los demonios de la otra orilla y sospechaba de los torvos resortes que los movían, sobraba la letra pequeña.

La “ley” del odio deja las definiciones y las acusaciones en las manos del Ejecutivo o de organizaciones como las misiones, las comunas y las banderías políticas. Ellos van a concretar lo que el Creador dejó en el aire, lo que los padres conscriptos atendieron con cautela y lo que los tiranos resolvieron en su despacho sin ofrecer declaraciones ni redactar normas. Más todavía: clama por decisiones que manen de la lucidez de “afrodescendientes, indígenas, personas con discapacidad y adultos mayores (…)” a quienes se pide la promoción de espacios para la pluralidad y para el imperio de límpidas virtudes. Más todavía: prohíbe la fundación de partidos que promuevan “el fascismo, la intolerancia o el odio nacional, racial, étnico, religioso, político, social, ideológico, de género, orientación sexual, identidad de género, expresión de género o de cualquier otra naturaleza que constituya incitación a la discriminación y a la violencia (…)”. Resulta evidente que la “ley” del odio no escoge instituciones apropiadas para la determinación del pecado, pues no reinan en ellas las sensibilidades morigeradas; que selecciona únicamente a un determinado grupo de individuos para el papel de jueces y no identifica los contenidos capaces de impedir la creación de agrupaciones o instituciones que busquen lugar en la política del país.

Esta señora de la “ley” del odio perseguirá a Luzbel y a sus secuaces partiendo de un retrato hablado que hizo después de charlar con sus amigotes, pudo afirmar Moisés ante la escandalosa demasía. Por eso era profeta. Los que apenas tenemos capacidad para mirar el pasado, los voceros de los partidos a quienes interesa el presente, los opinadores, los tuiteros, los entrometidos, los descontentos… sentimos el hierro de una nueva opresión.

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