John Kramer resucitó en la octava entrega de Jigsaw. El asesino en serie ocupa un lugar en el imaginario. Se lo ganó torturando nuestras retinas, comportándose mal, aplicando una grotesca doble moral. La potencia de la franquicia radica en su monstruosa honestidad.

Quiere explotar un filón, abogar por la sangre por sangre, dibujar un coliseo alrededor de la pantalla.

Viéndola cualquiera piensa en Tocorón, en la PGV, en la Tumba del Sebin, en la violencia normalizada dentro y fuera del  país, en el estado de guerra permanente.

Ya la saga había caricaturizado y acompañado la debacle de la cárcel de Abu Grahib. Hoy se ríe de nuestro pudor, juega con el placer de la censura y el miedo a la destrucción del cuerpo, para sacarle réditos.

No es casualidad el éxito popular de la serie en Venezuela. La venden los piratas en la calle al nuevo precio de la escalada inflacionaria.

La patria escribe a diario guiones de igual proporción sanguinaria. Resulta una extraña paradoja contemplarla en una sala de Caracas, donde a la salida un John Kramer te puede dejar pegado en la acera, porque se la cantó y le dio la gana.

Más irónico es digerir la nueva escabechina de Jigsaw, cuando la carne desaparece de los anaqueles, los mendicantes almuerzan festines goyescos de perro asado, y la realidad coincide con las distopías del cine caníbal en modo Bad Batch.

John Kramer es la única justificación para comprar el boleto de la nueva secuela de la serie. Los dueños del producto lo entendieron.

Tobin Bell lo interpreta con una parsimonia cínica, la misma manera de andar de los psicópatas bolivarianos. Dicta sus leyes arbitrarias y absurdas con la tranquilidad burocrática de las máscaras de la ANC. Habla con la voz cavernosa de un zombie, de un fantasma, de un hijo de Freddy Krueger. Maneja el poder desde la sombras. Es el padrino de una épica del terror líquido, asumido como broma macabra de usar y tirar, como circo romano de una época sin pan.

Los copycats le roban y plagian el invento en el octavo capítulo. Los libretitas arman un argumento de rompecabezas para traerlo de vuelta del más allá. Es tan inmortal como su muñeco de la grabadora y el triciclo.

La película cumple la función de exprimir el presupuesto con miras a capitalizar el mercado de la catarsis colectiva, después de la instalación del estudio global del Estado Islámico, cuyas víctimas y rehenes somos nosotros, 24 por 7. 

Parábola de un mundo infernal, Jigsaw: el juego continúa revela el caos de forma transparente, a lo mejor hasta documental, con las armas del espectáculo y el vaciamiento político.

Kramer resemantiza al clásico vengador anónimo de la escuela conservadora de los setenta y ochenta en Norteamérica. Es un inquisidor devenido en héroe de la cultura geek. Dialoga con la posverdad de Trump y el supremacismo blanco de quienes sueñan con soluciones finales.

Un facha consumado, un machista, un misógino, un master of puppets, un victimario y víctima de su trampa. Síntesis de corrupciones, patologías y dictaduras muy nuestras.

La cinta se olvida rápido, luego de consumirla. Sube el nivel de las anteriores disecciones y autopsias, masacradas por la crítica. Le alcanza para sobrevivir en su morgue de Bello Monte. Traficando con el dolor ajeno. Un negocio antiquísimo.

El gore sufre de un proceso de estancamiento. El reciclaje lo volvió predecible y adocenado. Como la MUD, le demandamos un cambio real. 


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