Ya no cabe la menor duda: Occidente está en crisis. Es cierto que el concepto de “Occidente” siempre ha sido algo difuso y que, históricamente, los países llamados “occidentales” han presentado grados considerables de heterogeneidad en sus respectivas políticas exteriores (recordemos, por ejemplo, las enormes discrepancias que suscitó la Guerra de Irak). Pero no es menos cierto que existen múltiples pilares ideológicos sobre los que se sustenta dicho concepto; unos pilares que, durante la presidencia de Donald Trump, se han ido resquebrajando. Las acusaciones plagadas de falsedades por parte de Trump y de sus correligionarios –“no podemos dejar que nuestros amigos […] se aprovechen de nosotros”, repiten incesantemente– están haciendo mucha mella.

Tal vez con la única excepción de Oriente Próximo, donde Trump ha redoblado su apoyo a los aliados tradicionales de Estados Unidos, el presidente estadounidense parece dispuesto a echar por tierra cualquier tipo de entendimiento estratégico, por esencial que sea para su país. ¿Quién hubiese imaginado hace pocos años que Estados Unidos se desmarcaría de una declaración conjunta del G-7? ¿O que Estados Unidos y Canadá tendrían un desencuentro público del calibre del que ha generado Trump –y destacados miembros de su gobierno– con el primer ministro Justin Trudeau? Trump aseguró tras su cumbre con Kim Jong-un en Singapur que mantiene una “buena relación” con Trudeau, pero añadió acto seguido que mantenía también “una muy buena relación con el presidente Kim”. Hablar en estos términos de Canadá y de Corea del Norte en la misma frase es más que una torpeza: se trata de una absoluta insensatez que refleja una escalofriante falta de perspectiva.

A Trump le pierden las formas, pero sería un alivio que ese fuese el único problema. La cuestión de fondo es que la desconfianza mutua se está propagando como resultado de una sucesión de medidas muy tangibles. Los aranceles impuestos por Estados Unidos al acero y al aluminio –entre cuyos damnificados se encuentran ya Canadá y la Unión Europea, después de que Trump levantara sendas exenciones– dinamitaron toda posibilidad de consenso que pudiera existir todavía en el G-7. Con estos aranceles, Trump no está perjudicando únicamente las exportaciones de otros países, sino que está condenando también a Estados Unidos a sufrir pérdidas cuantiosas. Pero el proteccionismo de Trump parece impermeable a los datos y a la lógica económica. Para justificar sus contraproducentes políticas, Trump se aferra a casos aislados y descontextualizados –como los elevados aranceles canadienses a los productos lácteos– obviando que la tasa arancelaria media ponderada que aplica Estados Unidos es superior a la de la Unión Europea, Japón y Canadá.

Mientras el G-7 de Canadá se sumía en la polémica, otra reunión de gran relevancia tenía lugar en la ciudad china de Qingdao. La Organización de Cooperación de Shanghái (formada por China, India, Kazajistán, Kirguistán, Pakistán, Rusia, Tayikistán y Uzbekistán) celebraba su reunión anual de jefes de Estado. El principal diario oficial del Partido Comunista chino no perdió la oportunidad de ahondar en la herida destacando el ambiente cordial que se vivió en Qingdao –con Xi Jinping y Vladimir Putin como grandes protagonistas– en contraposición con el que se vivió en Canadá.

Puede que Trump no acertara al sugerir que Rusia retornara al formato G-8, pero tampoco podemos obviar una realidad que se viene poniendo de manifiesto: la excesiva compartimentación de todos estos clubes propicia una serie de dinámicas cada vez más desfavorables para Occidente. Ante el actual declive de la preponderancia occidental en la esfera internacional, arrinconarse no es la mejor opción. Se hará más sencillo idear remedios sostenibles a nuestros problemas globales si se da un impulso al G-20 y a otros espacios de diálogo entre las potencias que definirán el siglo XXI.

Al margen de que la política exterior de Putin genere una comprensible aversión en amplios sectores de Occidente, la propuesta de Trump sobre resucitar el G-8 con Rusia se enfrenta a un inconveniente añadido: el gobierno estadounidense no ha contribuido, a escala doméstica ni internacional, a crear las condiciones de confianza necesarias para que prospere. A los recelos que provoca la relación de Trump y su entorno con Rusia se suman los desplantes de Trump a sus aliados europeos, que han afectado también un ámbito tan sensible como es la seguridad.

Después de algunos titubeos iniciales, Trump ha terminado por manifestar su compromiso con la OTAN, pero las tensiones no se han disipado. Trump no ha cedido un ápice en su insistencia de que otros miembros de la alianza atlántica incrementen su gasto militar. La demanda sería legítima si no fuera porque estos fondos adicionales no tendrían que destinarse a engrosar el presupuesto de la OTAN o a “pagar” a los estadounidenses por su protección, como parece entender Trump, sino a mejorar las capacidades de los propios Estados miembros. La cooperación estructurada permanente que ha puesto en marcha la Unión Europea incluye la voluntad de avanzar a escala europea en esta dirección aumentando los recursos y, sobre todo, utilizándolos colectivamente de manera más eficiente, algo que Estados Unidos debería celebrar.

Desgraciadamente, toda iniciativa conjunta que emprenda la Unión Europea parece destinada a suscitar reticencias en el gobierno de Trump. Y es que el presidente estadounidense no ha escatimado esfuerzos en debilitar a la Unión Europea. Cuando todavía era candidato presidencial, Trump se mostró partidario del brexit, y hace unos días el embajador estadounidense en Alemania, Richard Grenell, se apartó de la ortodoxia diplomática al afirmar que su objetivo es “empoderar a otros conservadores en Europa”. Pero los movimientos que Trump y Grenell pretenden empoderar en Europa no son los conservadores, sino los reaccionarios: todos aquellos que pretenden desandar gran parte del camino que los europeos hemos recorrido en nuestro proyecto común.

Trump se siente mucho más cómodo relacionándose con otros Estados de modo bilateral, dando rienda suelta a su estrategia de “divide y vencerás”. No es de extrañar, pues, que la Unión Europea –gran adalid del multilateralismo a escala global– no sea santo de su devoción. Pero cuando más éxito han tenido Europa y Estados Unidos ha sido cuando se han respaldado mutuamente y han contribuido así a construir un entramado normativo e institucional favorecedor de la cooperación internacional. En el juego del “divide y vencerás”, Occidente terminará perdiendo, y el mundo en general también.

Copyright: Project Syndicate, 2018.

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