¡La política venezolana me ha sonreído poco! En el arco de mi propia vida, y estas son palabras que pronuncié cuando presenté mi libro Obligaciones de la memoria en la librería Kalathos, me han tocado los rigores de tres regímenes militares. En la niñez, la férrea mano enguantada de Juan Vicente Gómez y el mutismo de su “¡Ajá! ¡Y cómo le parece!”. Durante mi arrebatada juventud, la ferocidad criminal de la Seguridad Nacional instaurada por un fascista ordinario llamado Marcos Pérez Jiménez; y en la senectud, el espanto bolivariano. De allí que mi memoria esté obligada a no olvidar, a permanecer atenta y vigilante para impedir o evitar que se continúe erosionando no solo el país, sino la dignidad de nuestra vida civil.

Insisto en hurgar en mitos y creencias de la antigüedad clásica porque encuentro desconcertantes resonancias en la vida actual venezolana: abismos, eclipses, enigmas, laberintos, ritos y ceremonias… El primer laberinto se construyó en la Antigüedad para encerrar a los demonios a fin de que se despedazaran entre sí. Hoy es todo el país el que se encuentra encerrado en un laberinto sin saber cómo salir de él.

Hay reiteraciones en mis crónicas: las hay en nuestras propias vidas: ¡aparecemos aquí y desaparecemos allá! El sol y la luna, por ejemplo, aparecen y desaparecen. El oso, los delfines, el abanico, los objetos que tienen carácter pasivo o reflejante como los espejos, son animales y objetos lunares. También son lunares el azúcar y la harina PAN: aparecen y desaparecen de los anaqueles de los supermercados. La democracia venezolana igualmente aparece y desaparece como la luna. ¡En cambio, los militares aparecen, pero nunca desaparecen!

Hoy, casi nonagenario y desencantado, hago esfuerzos para sobreponerme a las asperezas castrenses, a la ordinariez e intolerancia entronizadas en Miraflores y a la reafirmación de todos los vicios del poder y cuando devuelvo la mirada hacia el niño o el adolescente que fui no me gusta para nada la imagen que se refleja en el espejo: la de un jovencito arrogante, tonto, intelectual e intransigente, pero constato, al menos, la de un país que al avanzar hacia la democracia dejaba atrás la oscuridad de un país primitivo gobernado por caudillos y caporales y comenzaba a construirse a sí mismo orientando su educación, velando por su salud, organizando su economía.

Quiero ser el país que soy, pero más digno, más esclarecido y moderno, macerado en sus propios jugos. Esclarecido y afirmado en el torrente cultural que discurre desde el momento en que habló un poeta sin saber que se estaba removiendo bajo sus pies el magma del petróleo.

Quiero que el país que vislumbré y me esforcé por hacer posible cuando fui joven e impetuoso aparezca y diga: ¡Presente!, y no este, agobiado y menesteroso que padezco en mi senectud. Lo quise vivo, enérgico, capaz de mirar de frente a los países más desarrollados; un lugar en el mundo donde la industria y el comercio ocupen niveles de alta jerarquía y las aguas universitarias y del conocimiento, represadas hoy por la mediocridad del cuartel, rebasen el dique y generen un turismo cultural para demostrar que lo que hace avanzar a los países no es, necesariamente, la economía, como piensan los políticos, sino la cultura.

Hoy, mi tristeza es amarga porque constato que, a pesar de los años transcurridos, en los inicios de este nuevo milenio y agobiado por la terrible pesadilla bolivariana, también como yo, el país hace esfuerzos por sobrevivir.

Pero entiendo que ¡cada uno de nosotros es su propia montaña! ¡En nosotros viven el águila y el relámpago! Somos la fuerza y el propósito de transformar el mundo si queremos, si aceptamos y decidimos enfrentar las dificultades con las que las desviaciones políticas y los desórdenes en la economía obstaculizan los caminos del país.

Es importante saber que ¡la memoria no nace ni crece natural y espontáneamente! Alguien dijo que el olvido surge como un hecho natural, mientras que a la memoria hay que ejercitarla, nutrirla y trabajarla. “Nosotros no nacemos por generación espontánea –escribió Manuel Caballero–. Nacemos con una historia familiar y con la historia de un país. Así como no se puede vivir sin memoria, tampoco se puede vivir sin historia, que no es otra cosa que la memoria colectiva de los pueblos”.

Cada uno de nosotros alimenta la suya y la integra luego a la memoria colectiva, y cada uno de nosotros debe prepararse para enfrentar y combatir el olvido. Pero si nos negamos a ver el aire sagrado que navega en nuestras almas es poco lo que avanzaremos y los obstáculos permanecerán.

No es que tengamos que obligarnos a recordar. ¡No! Es todo lo contrario: ¡tenemos que exigirle a la memoria que no puede olvidar lo que nos está ocurriendo!

¡Si se lo exigimos, si nos empeñamos, volveremos a ser el país que realmente somos! Nos encontraremos de nuevo en esa línea que creíamos perdida: la línea imprecisa del horizonte que confunde el azul del cielo con la profundidad del mar. Yo me veré entonces a la salida del laberinto con la sangrante cabeza del Minotauro en mis manos… ¡y, juntos, navegaremos hacia el sol…!


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