En medio de la confusión y las polémicas que ha despertado la actual administración de Estados Unidos –con los múltiples despidos y renuncias de asesores y colaboradores, y la investigación del fiscal independiente Mueller sobre una eventual connivencia con la Rusia de Vladimir Putin–, el presidente Trump puede sentir cierto alivio por la ayuda que, sin proponérselo, le están brindando sus adversarios ideológicos, situados principalmente a la izquierda del tablero político estadounidense. Se trata en particular de analistas políticos y miembros del Partido Demócrata (autocalificados de “progresistas” o “liberales” en la jerga política de ese país), cuyas críticas son tan parcializadas o incoherentes que han conseguido menoscabar la credibilidad de quienes las han formulado.

En efecto, esos analistas y representantes políticos hoy le critican a Donald Trump lo que ayer le aceptaron al entonces presidente Barack Obama.

El fenómeno se ha hecho patente en lo que respecta a la política exterior.

Corea del Norte

Para empezar, tomemos el caso de Corea del Norte. Los autocalificados progresistas estadounidenses han utilizado toneladas de tinta para denunciar cuán peligrosa y contraproducente era la agresiva retórica de Donald Trump contra el tirano que gobierna aquel país. Esos mismos progresistas, sin embargo, habían optado por callar ante el fracaso de la llamada “paciencia estratégica” de Obama, la cual no logró impedir, ni tan siquiera frenar, la militarización del programa nuclear del régimen de Kim Jong-un.

Ahora, después del anuncio de la proyectada reunión entre Donald Trump y Kim Jong-un, no faltan demócratas –incluida la candidata presidencial del Partido Demócrata en las pasadas elecciones, Hillary Clinton– que prefieren hacer hincapié no en las posibilidades que abre la cumbre antes aludida, sino en la falta de sobriedad y de experiencia diplomática de Trump, cualidades indispensables para el éxito de tan escabrosas negociaciones.

En realidad, es harto probable que la reunión entre los dos jefes de Estado termine en un callejón sin salida, o que incluso no se llegue a realizar. Pero independientemente del resultado final, no se podrá negar que el predecesor inmediato de Trump, es decir Barack Obama, a pesar de su experiencia política y de su supuesta habilidad diplomática, no logró –a diferencia de Trump– inducir a Kim Jong-un a plantearse y proponer la desmilitarización de su programa nuclear.

Otra línea de ataque de los demócratas consiste en dar la voz de alerta sobre el riesgo que existe de un acuerdo apresurado entre los dos mandatarios, cuyo objetivo primordial sería permitirle al presidente de Estados Unidos exhibir un logro diplomático sin que dicho acuerdo impida en los hechos a Kim proseguir con la militarización de su programa nuclear.

Argumento atendible. Pero entonces, ¿por qué esos mismos demócratas no han tenido reparo alguno en aplaudir el acuerdo nuclear que Obama negoció con los ayatolas de Teherán, a pesar de sus múltiples lagunas? En efecto, en el mejor de los casos, el acuerdo en cuestión no hace sino postergar la fecha en que Irán podría desarrollar la bomba nuclear. ¿Por qué, pues, un acuerdo imperfecto es loable si lo firma Barak Obama y censurable si lleva la rúbrica de Donald Trump?

Siria

Los demócratas y progresistas estadounidenses no se privan de criticar –como es su legítimo derecho– las diferentes medidas tomadas por Trump con respecto a Siria: sus ataques aéreos en abril del año pasado, en reacción al uso de armas químicas por el régimen de Bashar al Assad, su reciente decisión de retirar las tropas estadounidenses y, por último, los nuevos ataques aéreos que lanzó hace unos días en respuesta a la nueva utilización de armas químicas del régimen sirio apoyado por Rusia e Irán.

Esas críticas contrastan con el silencio y la pasividad que aquellos sectores políticos y periodísticos mantuvieron cuando el presidente Obama se quedó de brazos cruzados ante el uso de armas químicas por el régimen sirio, a pesar de haber advertido que el empleo de tales armas sería la “línea roja” que provocaría ipso facto una respuesta militar estadounidense.

Sin embargo, fue la inacción de Obama en aquel momento lo que dejó el campo abierto para que adversarios y enemigos de Estados Unidos (en particular Rusia e Irán) avanzaran sus fichas en la región y salvaran al régimen criminal de Bashar al Assad.

Defensa de la democracia

Muchos demócratas estadounidenses suelen denunciar, y no les falta razón, las manifestaciones de simpatía de Donald Trump por regímenes y líderes autoritarios o dictatoriales como los de China, Turquía, Egipto y Filipinas, sin olvidar, por supuesto, las sospechas en torno a una eventual complicidad entre su equipo de campaña electoral y la Rusia de Vladimir Putin.

Ahora bien, ¿por qué, en ese caso, aceptaron sin criticar la inacción de Barack Obama cuando en 2009 el pueblo iraní, organizado en lo que se dio en llamar Movimiento Verde, se lanzó a las calles para reclamar respeto a la voluntad popular expresada en las urnas, interpelando al entonces presidente de Estados Unidos al grito de “Obama, ¿estás con ellos o con nosotros?”

La pasividad de Obama en aquellos momentos suele justificarse arguyendo que era preferible buscar un acuerdo nuclear con los ayatolas en el poder (como hizo Obama) en lugar de arriesgarse a brindar apoyo a un movimiento con pocas probabilidades de triunfar. Válido argumento, una vez más. Pero en ese caso, es menester admitir que Obama sacrificó, en nombre de la Realpolitik, la defensa de los ideales democráticos que hoy su partido le reprocha a Donald Trump desestimar.  

Cuba y Venezuela

Más aún, ¿por qué los progresistas que hoy se erigen en adalides de la democracia frente a Donald Trump no le reclamaron a Barack Obama que le exigiera al régimen castrista respeto a los derechos humanos en Cuba a cambio de abrirle a ese régimen represivo y exangüe las compuertas de la economía estadounidense? ¿Acaso ignoran que, lejos de disminuir, los arrestos de disidentes y periodistas independientes cubanos y las golpizas públicas a las Damas de Blanco no han hecho sino arreciar después de la visita de Obama a Cuba y las concesiones que este le otorgó al régimen castrista?

¿Por qué no le exigieron al entonces presidente Obama reducir o anular dichas concesiones al constatar el deterioro de la situación de los derechos humanos en la isla después de su visita?

 La Cumbre de las Américas, celebrada recientemente en Lima, Perú, puso de manifiesto, por contraste, la timorata y cuestionable actitud del ex presidente Obama frente a la dictadura castrista. Mientras en la Cumbre precedente –que tuvo lugar en la Ciudad de Panamá en 2015– el entonces presidente Obama se reunió con Raúl Castro, en esta ocasión con quien los máximos representantes de Estados Unidos se reunieron fue con la disidente cubana Rosa María Payá.

Por otra parte, no son los venezolanos que sufren el yugo del castrochavismo quienes van a abstenerse de aplaudir y cifrar esperanzas en las sanciones económicas y el activismo diplomático de gobiernos democráticos de América y Europa, incluido el de Estados Unidos, en contra del régimen que los oprime.

 Los amanuenses del castrochavismo, autocalificados de “revolucionarios”, se las pasan acusando a esos gobiernos de “injerencistas”. En eso utilizan un doble rasero, pues esos mismos “revolucionarios” suelen expresar admiración por lo que califican de “habilidad” de Lenin, uno de sus amos ideológicos, por haberse procurado la ayuda política y financiera de la Alemania imperial en su lucha en contra del zarismo.

¿Por qué, pues, lo que para los “revolucionarios” es una proeza de Lenin –es decir, obtener el apoyo de una potencia (en ese caso la Alemania imperial)– sería por el contrario una manifestación de “injerencismo” cuando se trata de la solidaridad de gobiernos democráticos con el pueblo venezolano en el combate desigual que libra contra el régimen castrochavista de Maduro?

Que quede claro: la política exterior del actual presidente de Estados Unidos adolece de múltiples fallas y defectos. Su radical posicionamiento antiinmigración, en las antípodas del espíritu de apertura que ha caracterizado a ese país y contribuido a su vitalidad económica, social y cultural, el trato que intenta aplicarles a los hijos de inmigrantes ilegales que han echado raíz en Estados Unidos, conocidos como dreamers, sus despreciables comentarios racistas y su proyectado muro en la frontera con México (tan costoso como inútil) son elementos dignos de reprobación y condena.

Pero mientras los progresistas y demócratas estadounidenses se conformen con practicar un antitrumpismo visceral, sin proponer una visión novedosa y convincente en materia de política exterior, las críticas que a este respecto le formulen al actual presidente de su país carecerán de peso y credibilidad.


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