Vivimos una época extraña, en la que es posible observar valiosas manifestaciones de libertad y avance de la sociedad abierta contra las inmunidades del poder y los privilegios contrarios al Estado de Derecho, y al mismo tiempo preocupantes expresiones de intolerancia, fanatismo e intransigencia, que ponen en jaque la libertad individual, la democracia y el funcionamiento cooperativo de la sociedad en su conjunto.

Ejemplos de estas últimas son las ideas y acciones desplegadas en distintas partes del mundo, pero especialmente en sociedades democráticas, por los colectivos que afirman defender derechos de minorías, sectores vulnerables de la población o víctimas de injusticias históricas. Y se aclara: hablamos de las ideas y acciones que asumen y ejecutan esos colectivos, no de las situaciones arbitrarias y contrarias a derechos fundamentales de todo ser humano que pueden sufrir en muchos casos quienes serían defendidos o protegidos por dichos colectivos.

Hablamos, valga aclarar, de los colectivos que defienden los derechos de las mujeres, de los pueblos indígenas originarios, de los miembros de la comunidad LGBT y de minorías étnicas, entre otros.

En algún punto de su desarrollo, y en casos desde su propio origen, se observa en estos colectivos ideas que no apuntan precisamente a exigir de forma institucional garantías como la igualdad ante la ley, la no discriminación o la sanción a quienes, prueba mediante, han cometido abusos o delitos, sino más bien a exacerbar el conflicto, la confrontación, en un sentido similar a la conocida lucha de clases marxista, a atizar emociones negativas como el resentimiento y el miedo, y, como consecuencia de lo anterior, sus fines no apuntan a la eliminación de barreras o condiciones injustas, sino a la creación de privilegios a través de medidas de acción positiva.

Desde luego, dejando a salvo las excepciones que puedan encontrase a esta tendencia, se aprecia de forma general que los reclamos de quienes lideran y apoyan a estos colectivos sociales no parecen alineados con reflexiones y propuestas como las de Amartya Sen o Martha Nussbaum al reflexionar sobre cómo eliminar las injusticias reales o generar formas de inclusión basadas en las capacidades y las emociones positivas, sino más bien con agendas propias de filosofías del rencor, el desasosiego y el nihilismo, como las variantes del marxismo y el posmodernismo, rivales jurados de la democracia liberal, la economía libre y la ley general igual para todos.

En efecto, están presentes en estos colectivos (para desgracia de quienes son víctimas de discriminación y tratos injustos por su sexo, identidad sexual, etnia u origen nacional) discursos violentos, cargados de apetito de venganza y ajuste de cuentas con quienes se identifican como culpables de las injusticias denunciadas: los hombres, los no originarios, los heterosexuales, los nacionales, los blancos, los occidentales, los creyentes, etc.

De este modo, en lugar de asumir una perspectiva de reconocimiento y sanación, mediante reparaciones y educación, de las situaciones injustas, se dejan estas sin efectiva solución y se generan nuevas injusticias, como el acoso, la intolerancia, las cacerías de brujas, la censura y el miedo, bajo el chantaje de ser señalado como autor de algún tipo de trato discriminatorio hacia los integrantes de alguno de estos colectivos.

Como varios intelectuales y académicos han destacado, entre otros Mario Vargas Llosa, Javier Marías y Arturo Pérez Reverte, quizá las principales víctimas de la acción exitosa, a nivel de conformación de la opinión pública e ideas en ella dominantes, sean la libertad de pensamiento y expresión, así como el humor y la creación literaria, e incluso la misma lengua, que pretende ser planificada y controlada por los supremos señores de la corrección política, que no son otros que quienes desde esos colectivos, medios de comunicación de masas o la industria del entretenimiento, se asumen legitimados para decirles a los demás cómo hablar, qué pensar, qué opinar y hasta cómo sentir.

De este modo, en lugar de procurar estos colectivos, mal llamados progresistas, mayores cuotas de libertad, respeto, autonomía e inclusión por vía del esfuerzo y los méritos de quienes afirman proteger, lo pretenden lograr mediante el chantaje, la intimidación, el miedo, la violencia y la descalificación, sin advertir que por esa vía quienes padecen o han padecido abusos no llegarán realmente a ser ciudadanos libres, iguales y autónomos, sino seres llenos de complejos, estigmas y sospechosos para sus conciudadanos, en especial para quienes no se benefician de la discriminación positiva, pero sí deben financiarla con el pago de impuestos.

Para agravar lo expuesto, los colectivos que actúan en esta dirección, parecen en efecto seguir, si no las metas, al menos sí los métodos contrarios al pluralismo de valores e ideas asumidos por algunos seguidores de Marx, como Antonio Gramsci, quien planteó la necesidad de lograr una hegemonía cultural para liberar a los oprimidos (de allí la expresión algo impropia de marxismo cultural), los determinismos de cierta forma de comprender el psicoanálisis, haciendo de lo sexual lo único relevante y esencial en la vida humana, y el relativismo y nihilismo antioccidental de ciertas filosofías posmodernas, para las que solo acabando con la religión, la economía de mercado y la familia tradicional, por ejemplo, es que finalmente se podrá lograr la emancipación de los oprimidos en el mundo.

Semejante agenda, que se traduce en proyectos de ley, demandas judiciales y exigencia de políticas que conviertan en derecho, esto es, en coacción aplicable por igual a todos los miembros de la sociedad, los prejuicios y creencias morales de quienes conducen y apoyan estos colectivos, avanza con eficacia en sociedades en las que no hay capacidad para refutar con argumentos y sin insultos las falacias en que se apoya esa agenda, en que la visión iusmoralista y antipositivista del derecho se ha generalizado y en el que el llamado «sentimentalismo tóxico» ha reemplazado el actuar institucional e imparcial de la autoridad, que cede a la tentación de dividir a los ciudadanos entre buenos y malos, a fin de no ser señalada como parte de quienes agreden o violan los derechos de quienes, supuestamente, son protegidos por los colectivos de los que hablamos.

Por desgracia, se observa una influencia importante en niños y jóvenes de las ideas y propuestas de estos nuevos colectivismos, que no promueven individuos libres, solidarios, tolerantes y responsables, con capacidad debatir, argumentar y comprender las razones de otros, así no se las comparta, sino más bien masa, anulación de la individualidad en función de la adhesión a dogmas, prejuicios, lugares comunes y nuevas imposiciones morales que pretenden mostrarse como situaciones “naturales”, “justas” o éticamente “superiores” y, por tanto, más atractivas para las nuevas generaciones que las opciones consideradas no solo “tradicionales”, sino responsables de la injusticia y exclusión sufridas por quienes serían los beneficiarios de la acción de estos colectivos.

Lo más paradójico es que los más beneficiados por la acción y hegemonía cultural que van imponiendo, a través de lo políticamente correcto, estos colectivos pro minorías o grupos vulnerables, son los movimientos revolucionarios y populistas, sean de ideas comunistas o no, ya que la iracundia contra la democracia liberal y sus procedimientos institucionales, la imparcialidad del Estado de Derecho y la libertad del mercado que desde esos colectivos se inculca en las nuevas generaciones, en medio de discursos banales, superficiales y carentes de sustancia argumentativa, es capitalizada fácilmente por líderes mesiánicos y simpatizantes de la acción política hegemónica, a fin de acceder al poder electoralmente con apoyo en estos grupos, y también por aquellos otros líderes que, atizando el miedo de quienes rechazan las ideas y acción intolerante de dichos colectivos, terminan por apoyar propuestas reactivas y en casos no menos intransigentes, cuya línea de acción termina siendo la descalificación, el conflicto social y eventualmente la represión, por lo que también en este supuesto es la libertad la que termina siendo malograda.

Es la situación descrita la que plantea un enorme desafió a quienes tienen mayor conciencia de lo valioso que significa vivir en sociedades abiertas, en las que la libertad se respeta y garantiza como una indivisible en todas las áreas del actuar humano, y en donde es posible, tal vez no con la rapidez deseada pero sí de forma inevitable, lograr cada vez más efectivos ámbitos para el ejercicio de la libertad y los derechos de quienes por diversas causas han sido marginados y excluidos por la acción política del poder.

No hay ninguna duda respecto de lo justo que es demandar el cese de los abusos y las diferentes formas de discriminación hacia cualquier persona, por su sexo, preferencia o identidad sexual, origen étnico, social o nacional, creencia religiosa o ideas políticas. Mas esa demanda no puede traducirse en legitimidad para ejercer violencia contra otras personas o en imponer a otras personas las ideas, preferencias y creencias de quienes hacen esos legítimos reclamos, o las de los colectivos que se arrogan su representación.

Para dejar de ser víctima, hay que desprenderse de las emociones negativas que las condicionan, y adoptar una perspectiva liberal, inclusiva, de tolerancia, entendimiento, racionalidad y capacidad para los acuerdos, en especial con aquellos que piensan diferente y están limitados por el miedo y la incomprensión.

No será, como por desgracia se observa en la acción de algunos de estos colectivos pro discriminación positiva, llenando de odio y miedo a las niñas y mujeres, a los descendientes de comunidades originarias, a minorías étnicas, a los extranjeros, o a los ateos o agnósticos contra los niños y los hombres, los mestizos, los caucásicos, los nacionales, las familias convencionales o los creyentes, que se mejorará la convivencia, calidad de vida, concordia y el reconocimiento en derechos de los integrantes de las sociedades abiertas.

Por el contrario, es solo a partir de la comprensión, del respeto y del uso de la razón en las discusiones públicas, sin ignorancia o negación de las emociones involucradas, claro está, que las injusticias que padecen incontables personas alrededor del mundo, debido a prejuicios o privilegios primitivos, desaparecerán, y en especial en la medida en que se valore, respete y promueva desde la sociedad y las instituciones en general la libertad y la responsabilidad por igual de hombres y mujeres, de heterosexuales, homosexuales y transexuales, de creyentes y no creyentes, etc., ya que solo en tal contexto es que resulta posible apreciar lo que nos une como especie, como seres humanos, a saber, la necesidad de cooperación social y de respeto a la propia dignidad, al margen de las particularidades.

He allí el reto para los defensores de la sociedad abierta y la libertad individual de no ceder a la acción autoritaria e intolerante de estos nuevos colectivismos camuflados de supuestos ideales progresistas.


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