A ningún observador se le hizo tedioso el tiempo que Xi Jinping se tomó para presentar su nueva visión de China dentro del mundo actual. Y sin embargo, el tratamiento del tópico consumió bastante más de tres buenas horas del pleno del Congreso del Partido Comunista.

Es que el tema había sido preparado con precisión milimétrica por el importante viraje que representa –en fondo y en forma– y por el relevante rol que el mandatario chino se está reservando en esta nueva cara que China le presenta al mundo. Lo diferencia de sus predecesores la ausencia de timidez y una bien marcada asertividad. Esa fue, en esta ocasión, la tónica abrazada por un líder cuya gravitación se extenderá hasta bien entrada la tercera década de este siglo XXI.

Con viento a su favor por el papel que le ha tocado desempeñar dentro de su país y por el éxito que le reconocen sus pares al interior del partido, el mandatario decidió dar un paso en una dirección inesperada para propios y ajenos y cohesionar a la gigantesca masa de gobernados en torno al orgullo que representa constituirse en los primeros del mundo, no por inercia sino por decisión propia.

Tres terrenos merecerán atención prioritaria dentro de la actuación china en la arena internacional: la superioridad militar, el dominio de la tecnología y la exportación del modelo de gobierno, todo con un telón de fondo ideológico que define para China un papel geopolítico preponderante, sazonado con un acento marcadamente economicista.

Sin decirlo de manera abierta, este nuevo posicionamiento activo de la gran potencia desea tomar ventaja de hechos de la escena política global que le facilitan la tarea: el debilitamiento de Europa, el marasmo gubernamental de Estados Unidos, el imperio del terrorismo como preocupación planetaria, la celeridad de los cambios tecnológicos y de las telecomunicaciones, el cuestionamiento más o menos generalizado de las democracias tradicionales.      

La gran novedad del discurso de Xi, en el que apenas dibujó las grandes líneas de “esta nueva era” para su país es el convencimiento íntimo del gran dirigente de que sí es posible hacer convivir una economía en expansión acelerada y una supremacía en el dominio de lo tecnológico con el ejercicio de un poder restrictivo y un ejercicio limitado de las libertades de los ciudadanos. En lo conceptual, le va a costar mucho a los dirigentes chinos mercadear estas novedosas tesis a sus socios en Occidente, pero en la práctica, los tercos hechos le están dando la razón.  Con tasas de crecimiento interno cercanas a 7%, el gobierno mantiene a raya a la disidencia interna al ofrecerle a sus los suyos mejor calidad de vida y una primacía global absoluta en el campo de las comunicaciones digitales, lo que es un ícono de la modernidad.

Esta nueva filosofía de “socialismo con características chinas” se ha constituido formalmente en el nuevo credo de la nación y se ha grabado con cincel en su Constitución. Ello configura un desafío para el resto de las potencias mundiales, casi todas proclives a modelos modernos de manejo estatal caracterizados por el estímulo al crecimiento dentro de un ambiente de respeto a las libertades, pero todas ellas embarcadas en la resolución de las dificultades que tal esquema es capaz de generar.

No, el discurso de Xi, a pesar de lo extenso de su tiempo, no fue tedioso sino extremadamente agresivo y preocupante.


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