Vivir es ver pasar las nubes, escribió el alicantino José Martínez Ruiz, maestro de la prosa castellana, mejor conocido como Azorín. Pero en A nous la liberté, 1932, la conmovedora y semiolvidada fábula cinematográfica de René Clair, el vagabundo que plácidamente acostado en el prado contempla el paso de las nubes es sacudido por los guardias: ¿Tú no trabajas? ¿No sabes que el trabajo es la libertad? Y lo obligan a entrar en una fábrica que es como una cárcel.

Las nubes son masas de vapor acuoso suspendidas en la atmósfera, y esta definición debería bastarnos para vivir maravillados como Azorín. Más todavía si aceptamos que una nube es también una cantidad muy grande de algo que pasa volando: una nube de insectos, de pájaros, de humo que es como si dijéramos: ¡El paso del tiempo!

Desde la antigüedad se consideraba a las nubes hijas del Océano, y la comedia satírica homónima de Aristófanes, una sátira cruel e inmerecida contra Sócrates, muestra al filósofo como un sofista desdeñoso de las divinidades olímpicas pero adorador del Caos, de las Nubes y de la Lengua: “Grandes diosas de los hombres ociosos”.

Resulta una pena igualmente grande no haber visto nunca mas las nubes que fascinaron a Cristóbal Colón en octubre de 1492, quiero decir, las manadas de papagayos que oscurecían el sol, las mil maneras de árboles y los aires sabrosos y dulces de toda la noche.

Las nubes se desplazan en el cielo y al hacerlo adquieren formas caprichosas pero identificables: castillos que se desvanecen como los sueños; animales que parecen escapados de alguna inventada zoología; rostros y monstruos asombrosamente humanos semejantes a los que veíamos aparecer en el techo y las paredes de los cuartos en nuestra infancia. Aparecen y desaparecen porque las nubes no solo llevan consigo la fatalidad de su transformación, de su incesante metamorfosis, sino la de estar destinadas a convertirse en lo que realmente son: mensajeras de fecundidad, porque al derramar desde lo más alto del cielo las aguas que llevan en su interior, dan nueva vida a la tierra y lo que antes fue un erial se convierte en alegría de vivir. Y con la lluvia, nos purificamos porque al caer del cielo, al desprenderse desde una altura de algodón, se emparenta con la luz que dispersa las penumbras que pudieran obstaculizar nuestros pasos por el mundo.

El granjero en las zonas tórrridas, el vaquero del cine que mira morir de sed el ganado y la tribu africana igualmente sedienta entonan cánticos, hacen romería, desatan invocaciones y suertes mágicas para atraer las nubes y precipitar la lluvia. Con firme esperanza, disparan a las nubes para que acumulen y suelten su carga bienhechora. Pero igualmente saben que las hay oscuras y portadoras de malos presagios, nubarrones que provocan dolor y desaliento porque pueden ser nubes separadas de las otras que perturban al afligido corazón enamorado, oscurecen el sol o simplemente precipitan tempestades que causan estragos en los países que van encontrando en el camino.

Dorotea, el viejo alambre retorcido que lavaba la ropa en mi casa natal, siendo niña lanzó al aire una moneda que le golpeó el ojo y le produjo una nube gris que le opacó la vista hasta el fin de sus días víctima del cáncer que la mató por haber fumado con la candela pa’ dentro mientras se afanaba en la batea y esperaba pacientemente a la pelona. En su caso, al lacerar su mirada, la “nube” marcó la desmesura de lo pequeño porque, contrariamente, en Roto todo silencio (Oscar Todmann editores, 2016), los poemas de Edda Armas son como nubes apacentadas en el cielo que conocen la desmesura de lo grande puesto que son capaces de retar al sol; lo desafían en cada amanecer y cada vez que cae la tarde obligándolo a derramar todos sus colores.

Entonces, las nubes revelan esa región maravillada en la que nada parece ser lo que es y nadie logra encontrar los caminos que busca: ese instante misterioso que nos distancia de nosotros mismos en el momento de crear el arte. La línea divisoria entre la ilusión de realidad que es la nube en la que creemos vivir, y esta otra verdadera que palpamos, sentimos y en la que realmente vivimos junto a los personajes del relato; en el vigor y plasticidad del trazo y del color; en el recogimiento lírico o en la gloriosa exaltación del poeta y del actor; en la pluralidad sonora de la filarmónica, en la velocidad de las imágenes del cine, en el grand jetté en avant del bailarín desplazándose como una flecha suspendida en el pequeño pero desmesurado espacio del escenario.

La metamorfosis y el poder de maravillar ocultos en una nube se evidencian y se hacen palpables en la atractiva novela, la primera que escribe la diseñadora y diagramadora Menena Cottin, titulada, precisamente, La nube (Dahbar ediciones, 2011), sin artificios literarios pero con prosa excelente. Se trata de una casa deshabitada cubierta por la densa neblina del páramo Gavidia, en Mérida a la que llega un actor cubano y un grupo de excursionistas y en la magia de aquel misterioso lugar que parece estar enclavado en lo alto del cielo, sobre el techo de una nube, ocurren las situaciones con las que Menena Cottin con suma sensibilidad y destreza narrativas explora la propia situación de Venezuela. Al hacerlo, Menena Cottin logra que, plena y majestuosa, una nube entre por la puerta grande de nuestra literatura.


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