Entre la publicación de María de Jorge Isaacs y Cien años de soledad de Gabriel García Márquez transcurrieron cien años. No sabemos cuántas novelas fueron publicadas en Colombia durante el siglo pasado. Quizás cientos. Al menos, las llamadas de la violencia son más del centenar. Pero de todas han sobrevivido una docena: Rosalba de Arturo Suárez, La Vorágine de José Eustasio Rivera, De Sobremesa de José Asunción Silva, La marquesa de Yolombó de Tomás Carrasquilla, Cuatro años a bordo de mí mismo de Eduardo Zalamea Borda, Mancha de aceite de César Uribe Piedrahita, Risaralda de Bernardo Arias Trujillo, El día del odio de José A. Osorio Lizarazo, El Cristo de espaldas Siervo sin tierra de Eduardo Caballero Calderón y El coronel no tiene quien le escriba de Gabriel García Márquez. El resto conoce el olvido. GGM y Osorio Lizarazo publicaron más de cinco novelas que serán estudiadas en el futuro, una de ellas, El general en su laberinto, la obra maestra del Nobel. No obstante, el más fecundo de los novelistas colombianos del siglo XX, Vargas Vila, apenas hará parte de la arqueología literaria.

La mitad del registro son novelas de la violencia liberal-conservadora, el antiimperialismo, o extensos guiones para radionovelas como la espléndida Rosalba y la del amor contrariado de Arturo Cova por Alicia en medio de la selva voraz. Arturo Suárez es, con Vargas Vila, el escritor colombiano anterior a GGM que, si bien no se hizo rico con la venta de sus libros, gozó de prestigio social merced a las múltiples reimpresiones de sus novelas, que alcanzaron hasta los 6.000 ejemplares por edición, sin haber estado al servicio de un partido político, adscrito a una ideología o empleado temporal de una ministra de Cultura. Como García Márquez, aplaudido a voces en el teatro Di Tella de Buenos Aires el mismo año de la publicación de Cien años, Suárez lo era en el Faenza bogotano de los años cuarenta.

Narraciones que fueron escritas bajo el influjo de la cultura llamada conservadora, combatida, desde los años de la Guerra de los Mil Días, por el liberalismo, que acusaba a la gramática, la prosodia y la sintaxis del origen de la pobreza y la ausencia de progreso. Asunto superado con la aparición de la Santísima Trinidad del Siglo: el Nadaísmo, el Frente Nacional y el Narcotráfico. La última revista que existió y fue escrita con “el mejor español del mundo” fue Mito, que en su número postrimero anunció el apocalipsis: fue dedicado a Josemario y Gonzaloarango.

Durante el Frente Nacional la literatura vivió exiliada e insiliada, pero el auge del narcotráfico, el secuestro, el tráfico de armas y el prestigio del escritor de Aracataca hicieron del libro uno de los codiciados adminículos del lavado de activos. Tanto como para que muchos de esos conglomerados editoriales surgieran en Colombia, según Félix Marín en Dineros del narcotráfico en la prensa española. Sin contar el trapicheo con el dinero público de editores y libreros, que ha llegado a la enigmática extravagancia de hacer erigir, con un siglo de retraso, 1.455 bibliotecas en los municipios más desolados de Colombia, empalagadas de productos o hechos en España o por españoles, en los años, precisamente, de la aparición de la Banda Ancha, los ordenadores e Internet.

Según los estadígrafos de la cultura son más del millar las “novelas” que han aparecido en Colombia tras Cien años de soledad, de autores en los que concurren auténticos expertos de la comercialización, la intriga y la servidumbre voluntaria. “Novelistas colombianos” que han desempeñado el papel del pobre Lázaro en la tragantona de títulos cocinados en la madre patria y que no existirían sin la generosa ayuda del ministerio del ramo, que garantiza, al menos, la compra de un millar de ejemplares por título. Claro que solo de autores adictos al régimen de turno, que en los últimos ocho años repartió mermelada a la siniestra entre quienes estuvieron de hinojos apoyando a las FARC y atacando al jefe de la oposición desde sus respectivas columnas de prensa, donde canjean opinión por venta de libros, pues el diario les paga un centavo. Bastaría con enumerar el caso de una dama de enorme altura física que de feminista se hizo poetiza, luego de Mater invioláta pasó a Mater Dolorosa con móvil para conceder entrevistas y ahora es informadora de postín y asidua a toda clase de saraos financiados por su amo andaluz.

La crítica está de acuerdo con que pueden contarse con los dedos de las manos las novelas que sobrevivirán a la hecatombe fundada con la aparición del Ministerio de Cultura, que ha pervertido hasta la deshonra la literatura colombiana, haciéndola una muchacha de adentro de la cultura nacional. Del lavado de activos de los años setenta, ochenta y noventa, pasamos a la servidumbre obligatoria fundada por el ministerio inventado por Ernesto Samper para acallar a la inteligencia por sus delitos. Todo ha terminado en un envilecimiento inimaginable, apenas comparable con el ejercido por Gonzaloarango y parte de su secta en los sesenta, cuando con el escándalo colaboró con la proto Social Bacanería en hacer creer que la nación era el mejor lugar de fiestas del mundo. Tanto la prensa más liberal como la más conservadora fueron sus altoparlantes. Dos generaciones de “novelistas” colombianos, al menos, han sido víctimas de este invento. El destino les jugó la mala pasada de hacerles creer que entre más doblaran la cerviz mejores narradores serian, pero a destiempo supieron que no era cierto. Fueron serviles del poder. Que no del dinero como Osorio Lizarazo. Entre ellos los autores de La tejedora de coronas (1982), De putas y virtuosas (1983), Los felinos del canciller (1987) y El patio de los vientos perdidos (1984).

Según investigaciones de Mount Sinai Hospital, la autosugestión de ser víctima de injusticias por no ser juzgado como uno merece es un sentimiento que altera el funcionamiento cardíaco. Los prolongados estados de cólera en silencio son factores de riesgo que no requieren de otras causas para producir la muerte. El estudio concluye que dos terceras partes de los fallecidos por ira tenían estrés psicológico.

Escritores que murieron de rabia, dicen las buenas lenguas. Uno tras otro buscaron afanosamente la gloria de la mano de BB, el gran disipador de la cultura colombiana, que a todos condujo al fracaso. Porque así publicaran uno o dos libros cada año, visitaran días y semanas los locutorios de radio y televisión, o las salas de redacción de las revistas y periódicos; crearan programas literarios en las universidades donde daban la misa y tocaban las campanas; los refectorios de sus casas recibieran cada semana a un poderoso, escribieran extensas misivas atrayendo a Alvaro Mutis a ferias del libro o contrayendo nupcias con su hijo expósito, o fueran incansables celebrando el programa del culto presidente de turno, cuya ministra atosiga con sus “novelas” las mil bibliotecas públicas, nadie, a no ser ellos mismos y sus pares, los ha leído en serio. De nada sirvió estar al servicio del gusto de sus amos, o denigrar de ellos, o dar lustre al color de la piel de la ministra que hizo una biblioteca para que se incluyera él primero. Su arte, de ellos, imita a algún famoso para ver si la cosa resulta. Una vez será Carpentier, otra Cabrera Infante, otro a Vargas Vila contra el ministro que no le había dado un puesto en Barcelona y, por último, el más astuto, que de las historias con putas pasó a calcar a Zapata Olivella, que había imitado sin pudor Roots: The Saga of an American Family de Alex Halley, interpretado ahora por un apóstol de los negros cartageneros.

La hagiografía de este santo de la humildad soberbia recién fallecido permite trazar el arquetipo del novelista colombiano que ha engendrado el ministerio del ramo desde hace dos décadas.

Hijo de un mulato racista que hizo de la universidad pública de la Somalia caribe su imperio, controlando, desde su casona de El Cabrero y los diarios locales todo movimiento social o cultural por pequeño que fuese, puso en su primogénito todas las esperanzas hasta convertirlo en el más sobresaliente de los narradores sauriomamertos de la república. De niño presidia la Academia Literaria, luego se haría abogado e ingresaría a la burocracia estatal al servicio de las notarías, una de las instituciones más corruptas, otra pichando leyes de la mano de un viejo comunista que se enriqueció vendiendo los códigos que más odiaba, o dirigiendo las normas del gasto de Focine, cuyo director dilapidó miles de millones en filmes impotables; hasta que gozando de la vida diplomática, topó de frente con los socavones de la mina del laurel: el hermano menor del premio Nobel y el hijo abandonado del ilusorio mejor amigo de este. Porque como dicen sus memorias, “no faltó quien dijera que El patio de los vientos perdidos, una novela sobre putas y boxeadores, es mutisiana, porque la ilustración de la tapa es de Santiaguito, el texto de la contratapa del viejo Álvaro y la puta Germania es Alicia Padilla, la ex mujer del guacho”. Desde entonces su concupiscencia buscaría La Gloria. Para terminar, incitando a adquirir sus engendros, calcados de la sintaxis adoquinada de Sábato, o garrapatear sobre ellos lo que él prescribiera, en una universidad de cochera, a un costo de 24 millones de pesos por prepucio. O sugiriendo al comandante Aureliano el gabinete futuro: “Susana Mohamad, Gerardo Ardila, Lisandro Duque, María Maldonado y abogados sin ambiciones personales”.

Una obra inservible, asperjada por una llovizna de premios, traslaciones y doctorados, cosechados en la toma y daca del M de Fayad y el PC de Alape: tú me premias, yo te premio. Todos sufragados con dinero del respetable.

La crítica más reciente sigue sosteniendo que de las innúmeras novelas publicadas en los últimos cincuenta años apenas se salvan del olvido Los parientes de Ester de Luis Fayad, sobre la vida de un ensimismado que deja que la rutina de empleado público se le vaya llevando día a día lo poco de vida que le queda y solo tiene en los sueños un país de alivio; Sin remedio de Antonio Caballero, acerca de los últimos días de un poeta que no soporta la mediocridad del medio y termina devorado por el mal de los intelectuales del siglo de las revoluciones; La virgen de los sicarios de Fernando Vallejo, donde otro poeta ejecuta un ajuste de cuentas con la historia de su patria porque solo la búsqueda del poder y su alivio, el amor, mueve el mundo y El crimen del siglo de Miguel Torres, que reconstruye, desde la imaginación, la representación de un ser inexistente para la realidad de sí mismo y para la historia: el asesino de Jorge Eliecer Gaitán.

A las que habría que sumar La ejecución de la estatua de Amílcar Osorio y Los dormidos y los muertos de Gustavo López. La primera, escrita hace cincuenta años, es sin duda una roman du soupçon que preludia El otoño del patriarca y engendra en el lector una sinfonía de violencias dignas de Kubrick y Scorsese por no mencionar a Tarantino. La de López, guardiana de las mejores tradiciones de la novela de folletín, utiliza el odio que Eccehomo Almanza tiene a Laureano Gómez para recorrer la historia de Colombia en el último tramo del siglo que ya pasó.

Cuenta GGM, en Vivir para contarla, que tras abandonar la carrera de derecho y su madre le preguntara qué iba ahora a decirle a su papá sobre el futuro de sus estudios y un vecino de mesa interviniera en la conversación preguntando qué era lo que quería ser, respondiendo que escritor, dijo como si nada: “Un buen escritor puede ganar buen dinero, sobre todo si trabaja con el gobierno”.

El doctor honoris causa de las universidades del Valle y Nacional, Juan Manuel Roca, junto a Santiago, hijo de Álvaro Mutis; la ex directora de Artes Literarias del Distrito Capital y el Ministerio de Cultura de Colombia, Adriana Urrea; el ex alcalde izquierdista de Bogotá entre 2008 y 2011, Samuel Moreno, nieto del dictador Rojas Pinilla, preso por delitos contra el erario y ad portas de una condena de 24 años de prisión, con Roberto Burgos Cantor, doctor honoris causa de la Universidad Nacional, asesor de la editorial Norma, secretario de Focine, clausurada por corrupción, jefe de la Oficina Jurídica de la Superintendencia de Notariado y Registro y director del Departamento de Humanidades y Letras de la Universidad Central, que regenta un ex director de El Tiempo que escribía con el sobrenombre de Ayatollah.


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