Al momento de escribir estas sencillas notas, observo al presidente Trump en rueda de prensa firmar una orden ejecutiva para echar para atrás una de sus medidas de política inmigratoria más severas y controvertidas; me refiero a aquella que separaba a los hijos de sus padres asumiendo que el paso de la frontera de forma irregular constituye un delito y para sancionarlo y disuadir a sus autores les imponen ese tipo de tratamiento a todas luces violatorio de los más elementales derechos humanos.

Preocupa, sin embargo, que Estados Unidos de Norteamérica se retire del Comité de los Derechos Humanos de la ONU, siendo que han venido representando un papel que los postula a liderar universalmente la protección y la defensa de los derechos humanos. Por allá, en Europa, igualmente el gobierno de Hungría reta a sus vecinos con un discurso xenófobo que parece interpretar, lo cual es más grave, el sentimiento de densos sectores de su población.

He querido resaltar simplemente que una temática que debería encontrar unidos y consistentes en una misma línea a los países del primer mundo, protagonistas culturalmente del salto evolutivo que suponen los derechos humanos y su reconocimiento y garantía, conozca como resultado del giro populista contravenciones y contratiempos que pueden llegar a comprometer lo que de suyo constituye el más importante producto de la civilización que llamamos occidental y cristiana.

La utopía de los derechos humanos en constante y sistémica progresión no puede recibir sino auspicios desde una visión estratégica que propone el humanismo como nutriente fundamental del espíritu y debe sostenerse así, ante los cíclicos apagones de la razón y las periódicas irrupciones del pragmatismo.

Teóricamente debe quedarnos claro que, más allá de la perspectiva jurídica e, incluso, allende los límites de la especulación académica, en los sobrios espacios conceptuales de la ciudadanía, debe entenderse que la democracia requiere del derecho, de la institucionalidad, de la constitucionalidad para asegurar la libertad y la dignidad de la persona humana, y ello no es negociable. El poder es genéticamente avieso y debe educársele, limitársele y corregírsele.

Más aún, la política en sus más variadas y a ratos exquisitas elucubraciones o en el otro lado, ciertamente más oscuro del quehacer humano, interesado y cínico, no debe perder de vista la condición humana que la empapa, la impronta ética común al género humano, so pena de extraviarse en las deletéreas veleidades que nos comprometen como fenómeno histórico.

El fin del mundo es una amenaza tan vieja como el tiempo mismo. Una amenaza o una predicción de la que hemos abusado, por cierto, y sin embargo, sabemos que la tentación suicida ya fue probada en Hiroshima y en Nagasaki con el testimonio del horror que supuso. Lo que hay que comprender es que no es menester para hacernos nosotros mismos mal intentarlo a gran escala, basta que lo hagamos en la ocasión de nuestro devenir existencial al hacérselo a otro o dejarlo hacer sin oponernos con todo lo que tenemos.


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