“Mi primera actividad política nada más entrar por primera vez en mi calidad de presidente de la República al Palacio de La Moneda fue citar a mi despacho al general Augusto Pinochet Ugarte, capitán general, comandante de las Fuerzas Armadas chilenas y jefe de la Junta de Gobierno derrotado durante la celebración del plebiscito. ‘Usted puede imaginarse la razón de este encuentro’ –le dije cortante–. ‘Me lo imagino, señor presidente’, me respondió. ‘Quiero solicitarle la irrevocable renuncia a su cargo y su retiro inmediato de las Fuerzas Armadas’ –le agregué. Bajó la cabeza, calló durante unos instantes y luego me dijo en un tono de humilde cordialidad–: ‘Usted es mi comandante supremo y como tal le debo total obediencia’ –me dijo con serenidad–. ‘Y obedeceré disciplinadamente todas sus órdenes, señor presidente. Salvo la que ahora me imparte, que me niego a cumplirle. Pues, de hacerlo, ¿quién lo protegerá a usted mejor que yo al frente de las Fuerzas Armadas?”.

Palabras más, palabras menos fue lo que el ex presidente de Chile Patricio Aylwin nos contó en un cordial encuentro celebrado en su modesta casa del barrio Ñuñoa de Santiago de Chile, junto a Antonio Ledezma y Agustín Berríos, cuando asistiéramos a la transmisión de mando de Sebastián Piñera a su primera investidura, en marzo de 2010. De esa larga, amena y muy amable conversación pudimos concluir importantes enseñanzas, que el estadista chileno insistía en recalcarnos como elementos claves y necesarios para concluir con éxito el complejo, difícil y delicado proceso de desalojo de una tiranía. Recuerdo de entre ellos, en primer lugar, la necesidad de alcanzar una férrea unidad de las fuerzas democráticas, que siendo él su principal gestor en el caso chileno, le había sido recompensado con la primera presidencia de la transición. No era un político joven e inexperto. Ni estaba al frente de una agrupación sin experiencia gubernativa. Lo era además en el país probablemente más rico en tradiciones, fogueado y experimentado en las luchas políticas de la región, que acababa de sufrir el embate de una trágica experiencia y nada más y nada menos que 17 años de una dictadura militar en muchos aspectos productiva y muy exitosa.

Contaba con 72 años, había sido presidente del Senado durante los dos primeros años del gobierno de Salvador Allende veinte años antes, entre 1970 y 1972, y era entonces, a sus 52 años, junto a Eduardo Frei Montalva y Bernardo Leighton, el parlamentario más destacado de la Democracia Cristiana, habiendo presidido el partido en la época más dura y difícil de la historia política chilena. Para decirlo en pocas palabras: el primer presidente de la transición chilena, a sus 72 años, era un estadista hecho y derecho. Que tenía cabal conciencia del trascendental momento histórico que vivía y de las graves responsabilidades que había asumido sobre sus hombros.

De su detenido relato, al calor de unas onces –como llaman en Chile la merienda de media tarde– preparadas por su señora esposa, que estaba precisamente ese día de cumpleaños, me quedaron grabadas algunas observaciones transmitidas por don Patricio con la serenidad de su talante, su cultura y sus años. Tenía perfecta conciencia de la gravedad y delicadeza que suponía mantener a Pinochet a su lado. Siempre al acecho de mostrar sus garras. Como de la necesidad de no fracturar la unidad de las fuerzas armadas, cuyo manejo había encargado a un muy importante operador político de la DC chilena, Patricio Rojas. Pero sabía, al mismo tiempo, de la necesidad de enfrentar con honestidad y grandeza el tema de las graves violaciones de los derechos humanos, que herían en lo más profundo los sentimientos de los chilenos. ¿Cómo conciliar la necesidad de reparar ese hondo reclamo de justicia y reparación de los chilenos con la necesidad de mantener intocada la lealtad y la entrega de las fuerzas armadas junto al gobierno nacional?

Nos hizo notar, en primer lugar, el alto profesionalismo de las Fuerzas Armadas chilenas, de la que él, como todos los chilenos por lo demás, no dejaba de mostrarse orgulloso. Y quiso hacernos comprender la dificultad que suponía enfrentarse a una dictadura con grandes logros a su haber. No se estaba ante una banda de mercenarios criminales y antipatrióticos. Basta mencionar ese hecho, la honestidad cabal de su comportamiento y la honradez de su proceder, para comprender la absoluta imposibilidad de comparar la situación de esa transición y el caso del tratamiento de los delitos por ellas cometidos, con las fuerzas armadas venezolanas, envilecidas hasta su médula, hundidas en la criminalidad, el saqueo y el narcotráfico, y subordinadas para mayor INRI a las tropas cubanas de ocupación.

Hombre de Estado, como los hubo en nuestro pasado pero ya desaparecidos de la vida social y política venezolana por efecto del envilecimiento generalizado provocado por el asalto del golpismo castrocomunista del militarismo, y la degradación de la política misma, no cesó de insistirnos en la imperiosa necesidad de darle un tratamiento estrictamente político, no técnico burocrático, a todos nuestros problemas y resaltar la necesidad de darle un tratamiento sereno y especializado al problema de la amnistía, de la que ya se ocupaba una comisión de expertos nombrados por el Congreso, la respetada y famosa Comisión Rettig. Obviamente, un asunto actualizado y puesto de relieve una vez separados los eventuales culpables de toda gestión ejecutiva. Pues en Chile la amnistía como problema se trató una vez derrotada la dictadura, confluyendo en su tratamiento el Congreso, la Iglesia y los sectores de expertos del Estado chileno.

Me avergüenza y entristece ver la liviandad y frivolidad con las que un tema tan grave y delicado como el de la amnistía ante los actos de violación de los derechos humanos, en Venezuela incomparablemente más graves y devastadores que en Chile, pues se ha traducido en una crisis humanitaria de dimensiones, alcances y efectos globales, comienza a ser manejado por personas de buena voluntad y políticos oportunistas e inexpertos con la ingenua esperanza de convencer a los violadores de cesar en su sostén a la tiranía a cambio de cerrar los ojos y mirar de costado. Una burla a la ética que debe regir todos nuestros actos políticos.

Chile nos brinda un buen ejemplo de lo que se debe y no se debe hacer. Sigámoslo.


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