Nos matan de agotamiento,

poco a poco. 

Nos hunden el puñal 

y nos piden que los entendamos, 

que es por nuestro bien,

que ellos son chéveres 

y que quieren lo mejor para nosotros.

Una y otra vez nos golpean, 

nos insultan. 

Inventan cualquier excusa 

para hacernos creer 

lo que les dé la gana,

que si el imperialismo,

que si Trump,

no importa lo que digan,

siempre es mentira, 

todo es falso.

Ya nadie les cree,

pero allí están, 

enseñoreados, 

pavoneándose 

porque tienen poder, 

porque aún tienen 

cómo arrinconarnos.

Nos quitan la luz, nos la ponen,

la vuelven a quitar. 

Lo repiten de nuevo.

Es un genocidio silente.

Estamos desgastados, 

como autómatas, 

acabaron con nuestra resistencia. 

Ellos lo saben, son astutos,

hijos de la oscuridad. 

Carga el celular, 

busca agua,

ya no tenemos qué comer,

estamos obligados a ocuparnos

de cualquier cosa

que no nos permita pensar,

que los deje tranquilos,

que no los cuestione.

Algunos se niegan.

Salen, protestan. 

Llegan a Miraflores, pero son poquitos. 

Queman cauchos,

los repelen, 

hacen que se vayan, 

pero volverán

porque esto no se aguanta.

Reclaman en El Valle, 

en Catia y el 23 de Enero,

en El Silencio y en Santa Teresa, 

en la avenida Fuerzas Armadas,

en Los Palos Grandes

y en El Cafetal. 

También los que viven

en la Misión Vivienda

de Fuerte Tiuna. 

«Se nos dañó la comida», gritan.

¿Quién más saldrá? 

¿Quién se cansó?

¿Quién no se cala más mentiras?

Nos matan de agotamiento,

pero resistimos,

no van a poder con nosotros,

y más temprano que tarde

saldremos de esto.

Son tiempos de oscuridad,

pero se verá la luz.


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