Durante las Navidades y hasta la llegada del revanchismo bolivariano, Venezuela era una fiesta. El amigo secreto, las compras de última hora y los preparativos de suculentos menús, generosamente regados de espirituosas y burbujeantes bebidas, copaban la atención de gente despreocupada por lo acontecido más allá del ámbito familiar y su círculo de amigos. Dirigido por un ignaro teniente coronel, ¡el propio Grinch!, e infiltrado por marxistas de oído y ósmosis sobacal, el anacrónico proceso de socialización a juro se abocó a aguar la diversión y profanar la fraternidad pascual. El chavismo empavó y enlutó el festejo: bajo su gestión se prodigaron, en el último mes del año, tragedias y noticias aciagas. ¿Botón de muestra?: la tragedia de Vargas; empero, a falta de buenas nuevas, algo ha de conmemorarse. Lo saben de sobra en las salas de redacción y, quizá por eso, medios locales y extranjeros se han referido con profusión y lujo de detalles al bicentenario, a celebrarse mañana, de la más universal de las canciones navideñas: “Noche de paz”.

Escrito por el sacerdote Joseph Mohr y musicalizado por el maestro de escuela, Franz Gruber –gentes cuya extrema modestia hizo dudar a los entendidos de su autoría–, “Stille nacht, heilige nacht”, el más famoso y vocalizado de los villancicos, se interpretó por vez primera durante la Misa de Gallo oficiada el 24 de diciembre de 1818, en la Nikolauskirche (iglesia de San Nicolás) de Oberndorf, pueblo cercano a Salzburgo, Austria, y fue recibido con aplausos, bravos y encore de parte de una emocionada concurrencia integrada, en su mayoría, por trabajadores y sus familiares. A partir de entonces, la canción recorrió y conquistó el mundo convirtiéndose en ofrenda melódica al advenimiento del hijo de Dios. Actualmente, es cantada y coreada (no sé si bailada) por cientos de millones de creyentes y unos cuantos arroceros en 300 idiomas y dialectos. En la Venezuela devota y alegre, donde seguramente algún juglar trasnochado armonizó, con buche, cuatro y maracas, una letrilla del santo místico Juan de la Cruz –“Del verbo divino/ la Virgen preñada/ viene de camino:/ ¡si le dais posada!”–, fue pieza de privilegiada inclusión en la banda sonora de la parranda decembrina con sabor criollo –“Si la Virgen fuera andina/ y san José de los llanos,/ el Niño Jesús sería/ un niño venezolano”–; hoy, si acaso, es apenas música incidental para la resignada mansedumbre de un pueblo triste.

No reinará la paz en hogares azotados por la carestía, castigados por la hiperinflación y diezmados por la huida de sus hijos –según Consultores 21, 4.000.000 de venezolanos se han ido del país durante el mandato del presidente obrero–. No es posible pactar, y ni siquiera fingir, una tregua navideña, cuando en las ominosas ergástulas y mazmorras maduristas languidecen cautivos, sin el debido proceso ni asomo alguno de juicios ecuánimes y sometidos a torturas, centenares de presos políticos y de conciencia, privados de libertad por haber ejercido el humano y ciudadano derecho de pensar y expresar libremente sus convicciones democráticas, de acuerdo con lo garantizado en la letra de una Constitución violada de nacimiento por su inspirador, y proscrito por la solfa militar de la usurpación dictatorial. Es absurdo pensar en una paz impuesta con base en el chantaje alimentario y la demagógica e incumplida promesa de perniles de parte de un gobierno beligerante, enfrentado a la producción y el emprendimiento –enfrentamiento iniciado por Chávez y regularizado (guerra económica) por su secuaz–.

“A la paz solo se llega con verdad y justicia”, afirmó hace poco Karekin II, patriarca de la iglesia apostólica armenia, en relación con el empeño del nuevo mejor amigo de Nicolás Maduro, Recep Tayyip Erdoğan, de negar el genocidio perpetrado por los turcos que costó la vida a millón y medio de armenios, entre 1915 y 1923, y, por supuesto, la viabilidad de un Estado armenio independiente. La receta del dictador otomano, pacificación a tiros, es similar a la del mandón vernáculo, a fin de imponer, mediante su asociación (para delinquir) con militares, colectivos, policías y guerrilleros colombianos, un modus vivendi basado en el miedo. Tal engendro doctrinario no es de su cosecha; es inherente a un modo de dominación fundado en el poder de fuego de quien corta el bacalao, instrumentado por el “matonesco, inculto y mal hablado caudillo barinés”, responsable de la debacle nacional y autor de esta reluciente perla: “La nuestra es una revolución pacífica, pero armada”.

“Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia, y otra como farsa”. Estas palabras fueros escritas por Carlos Marx al inicio del 18 brumario de Luis Bonaparte. Cuadran con el lugar común “anillo al dedo” a propósito de la intención de establecer una base militar rusa en La Orchila –información originada en un despacho de la agencia TASS y desmentida por el prostituyente mayor con un aquiescente ¡ojalá sea verdad!–, lo cual hizo recordar uno de los episodios más calientes de la Guerra Fría: la tensión desatada, en octubre de 1962, por el emplazamiento de misiles soviéticos en Cuba, que puso en vilo al planeta entero durante los 12 días más largos de la segunda mitad del siglo XX. El drama, asentado en la memoria histórica como “Crisis de los misiles en Cuba”, tuvo un desenlace satisfactorio, gracias a la sensatez de Nikita Jruschov y John F. Kennedy. 56 años más tarde, el oso estepario vuelve a rugir en el Caribe y es Venezuela el escenario de un sainete cuyo tono paródico es preocupante en grado superlativo, pues no logra disipar el temor de convertir al país en peón del ajedrez geopolítico ruso-norteamericano… y ¡ay!: Putin no es Jruschov ni Trump es Kennedy. ¿Seremos capaces de conciliar el sueño mientras sobre esa isleta de misterios, secretos y desafueros pende una espada de Damocles forjada en una herrería siberiana o en la acería Octubre rojo? Definitivamente no. Hemos llegado a un llegadero donde campean la discordia y el desencuentro; no será la Nochebuena ocasión propicia para el vuelo de la emblemática y picassiana paloma blanca con una rama de olivo en su pico; tampoco escucharemos voces entonando con fervorosa dulzura “Noche de paz, noche de amor”.

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