Tinta y verbo en demasía se ha derrochado sobre al sainete electoral del pasado domingo, en el cual el árbitro –perito en equivocaciones lo definiría el «diccionario barbárico» de Andrés Neuman– falló a favor de quien perdió ante la abstención y le adjudicó un inmerecido triunfo por forfait, magnificando la cifra de votantes, a fin de ocultar el sol con un dedo, fallido eclipse que no logró mitigar el fulgor del rechazo. Torrentes de palabras siguen escribiendo y pronunciado los profetas del día después, aunque el grueso de los vaticinios del día anterior se cumplió con precisión de relojero. Es normal; no lo es el plañidero lamento de los seguidores de Falcón culpabilizando de su mediocre performance a la oposición no oficial. Esta recomendó no participar y su llamado fue atendido, pese a la obligatoriedad impuesta por la necesidad, no por el 56% del padrón electoral cantado por doña Mentira, sino por casi 80%. Winston Churchill, estadista donde los hubiese, sentenció socarronamente que «el político debe ser capaz de predecir lo que va a pasar mañana, el mes próximo y el año venidero; y de explicar después por qué no ocurrió». De la política soy espectador y, antes de aventurar temerarias apreciaciones sobre las causas y consecuencias del putsch comicial y la excesiva dosis de irrespeto a la inteligencia ciudadana en el tratamiento madurista de la crisis de gobernabilidad, creo más entretenido dedicar estas divagaciones a dos inoportunas visitas realizadas al país, ambas en mayo, pero con seis décadas de diferencia.

Mayo de 1958 no fue amigable con Richard Milhous Nixon. El abogado californiano, a quien endilgaron el elocuente mote de Tricky Dicky (algo así como Ricardito Trampa) –no se sabe a ciencia cierta si por acumular una pequeña fortuna (10.000 dólares) jugando al póker con cartas marcadas, durante su desempeño como cantinero del ejército en la II Guerra Mundial, o por las trapisondas perpetradas en la elección senatorial de 1950–, ocupaba entonces la Vicepresidencia de Estados Unidos y como tal hizo un goodwill tour por América Latina, buscando lavar la cara a un gobierno, el de Eisenhower, que había apoyado sin disimulo las dictaduras de la región. No fue bien recibido en ninguna parte, es cierto; pero en Venezuela, confesó en «hiperbólicas memorias» (Kissinger dixit), temió por su vida.

Desde el momento mismo de su llegada a Maiquetía, quien sería el trigésimo séptimo presidente de Estados Unidos fue objeto de rechiflas y blanco de peñonazos. En la capital, el vehículo que lo transportaba en compañía del canciller René De Sola fue interceptado por jóvenes iracundos que, a patadas, abollaron su carrocería. La junta de gobierno que sustituyó a Pérez Jiménez hizo infructuosos llamados a la sensatez y a no confundir libertad con libertinaje. Al margen de los excesos, quedó claro que Venezuela y sus vecinos aspiraban a un trato distinto de parte de quienes pensaban éramos su patio trasero.

Después de la aquella infortunada escala de Nixon en Caracas, unos cuantos jefes de Estado, incluido un Papa, nos honraron o agraviaron con su presencia. En lo últimos 20 años, el fenómeno populista atrajo a montones de fisgones ansiosos de matar su gatuna curiosidad en el mar de la felicidad chavista. A medida que el socialismo del siglo XXI destruía el entramado institucional de la República y su aparato productivo, con la intención de profundizar la lucha de clases y agudizar las contradicciones, como prescribe el recetario leninista, procurando radicalizar el proceso revolucionario –solo consiguieron empobrecer y dividir a la población y sumir a la nación en la crisis social, política y económica más grave de toda su historia–, aparecieron los enviados especiales de «países amigos», los oficiantes de buena voluntad y los facilitadores desinteresados. ¿El más conspicuo? José Luis Rodríguez Zapatero, ¡olé!

Cuando aconteció el repudio a Nixon, faltaban dos años para que la señora Zapatero pariera a quien algún día, gracias a las mentiras y torpezas de José María Aznar, entraría por la puerta grande de La Moncloa convertido en el quinto presidente posfranquista. Después de engolosinarse con el poder, Rodríguez Zapatero, o simplemente ZP –acrónimo distintivo de su publicidad electoral–, no se empantufló ni enchinchorró; siempre listo, cual disciplinado boy scout, se lanzó al mercado de la mediación, ofertando al mejor postor su dudoso know how para apuntalar entuertos y causas perdidas. Con esas credenciales ha viajado, declaró, más de 30 veces a Venezuela, nación en la que la dictadura lo recibe de brazos abiertos, ya que su reputación (¿?) valida las marramuncias del régimen. Eso al menos estiman las camisas rojas.

A su llegada por enésima vez al país que le obsesiona, el ex presidente socialista acusó a la Unión Europea de tener prejuicios ante unos comicios amañados por sus organizadores y abiertamente repudiados por la comunidad internacional y una abrumadora mayoría nacional –tres cuartas partes de los venezolanos calculan quienes contrastaron el vacío de los centros de votación con el abultado aunque famélico número de sufragantes computados por el CNE–; prejuicios que no eran tales como demostró el sesgo pesuveco del poder electoral y sus propias (im)precisiones en torno a la transparencia –tramparencia dijo en lapsus Carrasquero cuando el CNE devino en chiquero– de la contienda auspiciada por un entelequia ilícita, producto de uno de los muchos timos del doloso rosario chavista. No extrañó, pues, que Bamby, en «ronda de supervisión» por el municipio Chacao, se topara, como Nixon 60 años antes, con la repulsa unánime y rotunda de gente cansada de intromisiones en sus asuntos domésticos. No de otra manera podía tratar la comunidad a un «animal político» que espera cazar tontos con el cebo del diálogo de sordos y la negociación sin rumbo, a pedido de un usurpador extemporáneamente juramentado que, en virtud de nuestro ordenamiento constitucional, no es ni puede ser presidente de Venezuela, tal determinó el Poder Legislativo al declarar inexistente su elección y nula su proclamación.

Cual Tricky Dicky en 1958, el incombustible Zetapé fue abucheado y apedreado. No ha sido color de rosa la primavera del metomentodo. Tampoco la de esta tierra de (des)gracia(s) a la que todavía arriban traficantes de fantasías y vendedores de espejitos a cobrar, si no en oro, petróleo u otras especies minerales, en divisas contantes y sonantes. Euros, como es el caso del inefable zapatero que suministró juguetes bélicos de consolación al comandante eterno y ahora pone sus artes de remendón a las órdenes de Nicky Fraude.

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