Aunque algunos tergiversadores de oficio han intentado hacer ver lo contrario, casos como el del “pactado” cese de la dictadura pinochetista son, en realidad, una rarísima excepción, por cuanto lo más frecuente en la larga historia del totalitarismo ha sido la inicua procura de la conservación del poder a sangre y fuego, lo que en el siglo XXI ha alcanzado niveles paroxísticos dado que las propias características y dinámica de esta “sociedad red”, vislumbrada por Castells, les dejan estrechos márgenes a los tiranos para la impunidad más allá de sus reducidos bastiones –representados por ilegítimas investiduras y precarios regímenes con cada vez menor influencia– y, por ende, para el disfrute de una suerte de idílico “retiro”.

De hecho, es esto último lo que hoy hace virtualmente imposible que casos como el chileno puedan ser reproducidos siquiera en parte, máxime por las fuertes presiones globales –muy incipientes tres décadas atrás– que convierten en un auténtico imperativo la materialización del severo y justo castigo de los crímenes en contra de una humanidad que, quiérase o no, cobra en esta era un sentido de contexto intersubjetivo de tal envergadura que ya no pueden distinguirse fronteras entre los demandantes de un desarrollo que tanto en las regiones más aventajadas como en las comunidades menos favorecidas del planeta se entiende, por fin, como libertades para todos en todas partes –y en continua expansión–, porque llegó ese día, central tema de lejanas tertulias, en el que las consecuencias también globales de los problemas locales dejaron de ser densas ideas en multitud de obras académicas para tomar la agobiante forma de una cotidianidad que, literalmente, puede ser palpada por doquier a causa de sus profundos impactos económicos y sociales.

Por algo el mundo democrático está respondiendo con contundentes acciones a las amenazas representadas, verbigracia, por la infiltración y letal atomización operativa de grupos terroristas como el inefable Estado Islámico, por el resurgimiento de exacerbados nacionalismos o por el holocausto venezolano; todos rostros del mismo fenómeno por el que, bajo un sinfín de camuflajes ideológicos, la opresión se constituye en instrumento de acumulación de poder “político” y financiero al servicio de pequeñas cúpulas movidas por mezquinos intereses, ya que al igual que lo que ocurre con cualquier agrupación delincuencial, el fin de sus acciones, que se traducen en el sufrimiento y muerte de millones, se reduce a la vulgar satisfacción de los más terrenales caprichos.

Sea lo que fuere, lo apuntado al inicio de esta columna viene a cuento por lo que los recientes acontecimientos en Nicaragua han vuelto a poner de relieve, esto es, que los regímenes dictatoriales, a estas alturas de la contemporaneidad, solo pueden ser debilitados de un modo sustantivo, y con ello allanado el camino a su derrocamiento, a través de la presión de inmensas mayorías en la calle dispuestas a mantenerse en sus trece y a no caer en trampas como las de los “diálogos” con sus opresores, indistintamente si tales circos se erigen con el apoyo de un puñado de ingenuos, por un lado, y de taimados colaboracionistas, por otro.

Otras supuestas vías a la emancipación no pasan de espejismos que solo prolongan los inenarrables padecimientos de quienes, como los venezolanos, por su ciega fe en aquellos han quedado atrapados en una existencia en la que palabras como “degradación” adquieren insospechadas connotaciones. Y como esto, lo que en las próximas semanas o meses ocurra en Nicaragua, como resultado de las buenas o malas decisiones de su ciudadanía, terminará

Resta entonces hacer votos para que esta nueva confirmación de lo que tanto se ha insistido en negar sirva en Venezuela como el aliciente que impulse la definitiva lucha por la libertad.

@MiguelCardozoM


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