El mundo está al corriente, aunque no les guste, de que la oposición oficialista, integrada por partidos complacientes, y el régimen dictatorial están negociando. En secreto, públicamente, no es asunto reciente. También se conocen, si bien no es de agrado, las conversaciones e incluso pactos entre el castrismo y sucesivos entramados opositores. Vienen desde que Hugo Chávez accedió al poder por emociones populares, apuntalado por errores y carencias políticas de aquellos tiempos, por medios de comunicación convencidos, su poder de manipulación sería el mismo o superior, y por importantes empresarios que creyeron lo mismo.

De la misma manera, conocemos continuas sesiones de diálogos, desde aquella farsa de Mesa 2002-2003, después con la estrella precursora de Rodríguez Zapatero, y las que hoy se ejecutan en Oslo, Estocolmo, Nueva York, Barbados, cualquier capital centroamericana y La Habana. Se conversa, después de casi veinte años de dimes, diretes, tras los cuales siempre la oposición servicial salía convencida, anunciaba acuerdos, el régimen se fortalecía, ganaba tiempo y no cumplía con lo pactado.

Conversar e intercambiar ideas forma parte de la democracia como sistema. Negocian en los Parlamentos, lo hacen antagonistas, contrincantes, dirigentes opositores y aristócratas socialistas, demócratas y republicanos, convivientes, oficialistas e independientes; así, un sinfín de ejemplos y etcéteras en cualquier época de la civilización.

El problema no está en negociar, sino en qué y cómo se negocia.

Es imperativo un cambio. El efecto puerta giratoria continúa sin piedad, no se interrumpen los presos políticos ni la tortura, el éxodo se desborda, el hambre sigue, la muerte por falta de medicinas no se extingue, las procuradas negociaciones carecen de consentimiento y respaldo mayoritario de la ciudadanía, son burocráticas, lentas, tediosas. El cese de la usurpación no luce nada bien y el quiebre militar no parece probable. La sociedad atribulada implora por estadistas con actitud y pensamiento de Estado, a fin de lograr el final de esta ignominia castrista que angustia, oprime, asfixia. Es casi un crimen de lesa humanidad, estulticia imperdonable, dejar pasar la oportunidad, despreciar, frustrar, engañar el inmenso respaldo popular, apoyo internacional del mundo libre y democrático.  

En el caso venezolano se está en desacuerdo sobre dos de los temas esenciales: “cese de la usurpación”, “gobierno de transición”. Esta segunda, consecuencia de la primera. Significa Maduro fuera de la Presidencia. Al quedar vacía la silla de Miraflores y Fuerte Tiuna, su vacante será ocupada por el presidente interino, Juan Guaidó, y se convertirá con ello en presidente de transición.

Sin embargo, la exigencia choca con el detalle de que ni Maduro está dispuesto a irse por las buenas ni los que le rodean aceptan que se vaya tan campante, pues sus lugares de privilegio dependen de que continúe sentado en la Casa de Misia Jacinta, madrugando con militares, grupos de generales y almirantes.

La pretensión no acepta discusión; así, el juego está trancado. Esto concluye: lo de “gobierno de transición” será papel mojado.

Así las cosas, nos lleva al tercer tema: que el oficialismo y los cooperadores defienden como solución. Elecciones. Que sean justas, transparentes o democráticas, depende. Si se cambia de raíz al Consejo Nacional Electoral, será creíble; si no, es motivo de molestia, desconfianza y abstención.

Pero como es un tema de interés y mutua importancia, tiene salidas. Por ejemplo, de común acuerdo se sustituyen los rectores del CNE con un arreglo propagandísticamente manipulable. Dos para el castromadurismo; dos, la oposición oficialista; uno presentado como independiente, escogido por financistas ambidiestros. Lograrían gritos de emoción y satisfacción de los proponentes. Dirán al mundo: “Hemos cambiado al CNE, ahora sí vendrán elecciones limpias, cristalinas y confiables”, en la misma tradición que han fortificado cargos y contratos en el gobierno a lo largo de estos rojos tiempos castristas.

Otra salida que sin duda acordarán, les gusta y conviene, es la de montar un escenario adecuado y aparente. De esta manera, el mundo percibe que se negocia democráticamente entre venezolanos. Pasando inadvertida la lógica cubano-chavista y filosofía FA/MUD, de quienes piensan es preciso que algo cambie para que todo siga igual. Una jugada gatopardiana consiste en hacer pequeñas e insignificantes mutaciones, pero que lo demás no se toque en la organización social. Es precisamente adonde nos llevará la obsesiva negociadera.

Sin embargo, deben vendérsela a un país incrédulo y desconfiado, ya se exprimen cerebros de cómo los partidos “opositores” harán públicos pactos de unión preacordada, e incluso primarias, en la que escogerán un candidato presidencial ―debería ser Guaidó, pero sin garantías―, Maduro podrá o no ser candidato, vendrán nuevos poderes nacionales y regionales.

Que triunfe el castrismo socialista bolivariano del siglo XXI, o el socialismo opositor, será irrelevante ―más allá de las manipulables reacciones pasajeras populares y públicas de militancias―. Será un gobierno acorde con La Habana, Moscú. ¿Creen que Putin dijo lo de que negociarán con Guaidó, si gana las elecciones, porque se le ocurrió? Pekín y Washington aceptarán el asunto con algunas condiciones de fácil manejo.

Ese nuevo gobierno de transición de seis años tendrá menos problemas, seguirá el populismo, la amnistía se aplicará convenientemente, el militarismo se considerará, incorporarán a factores chavistas y estará negociado. El Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y otros organismos financieros harán lo que Estados Unidos, Rusia y China les digan, los grandes acreedores refinanciarán la colosal deuda. Hay suficiente petróleo, bastante coltán, oro, diamantes y un gran potencial. Eso sí, olvídense de aquella orgullosa Pdvsa.

 


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