La pluralidad política suele ser realidad inexorable en los países genuinamente democráticos y es consecuencia de la diversidad ideológica, de culturas, de pensamientos que rodean los procesos de toma de decisiones relevantes para la sociedad en su conjunto. El Poder Ejecutivo en funciones, en ejercicio de la voluntad popular, ejecuta el programa de gobierno que recibe el respaldo mayoritario de los electores; sin embargo, la acción gubernamental debe igualmente tomar en consideración a las minorías políticas, un signo de civilidad, de respeto a la persona humana, de verdadero compromiso ciudadano.

En este orden de ideas, las fuerzas políticas que pudieren estar coaligadas en torno a la función de gobierno, suelen conversar o negociar con otras tendencias que igual podrían contribuir a la gestión de los asuntos públicos; es el paso que debe darse para lograr la gobernabilidad democrática. Naturalmente, el partido que recibe respaldo mayoritario de los electores, tiene pleno derecho a instrumentar su propia visión, a marcar la pauta, sin que ello lo exima de escuchar a la gente, de rectificar cuando hubiere lugar a ello, de dialogar con los diversos sectores representativos de la vida nacional. Gobernar es dialogar, decía con certeza Rómulo Betancourt en los inicios del gobierno democrático que sucedió a la dictadura de Pérez Jiménez.

Para adquirir mayoría parlamentaria y lograr un manejo político apropiado, se suscriben esos pactos o acuerdos que facilitan o viabilizan la gestión pública en todas las áreas relevantes. Eso ha sido así en Inglaterra desde los tiempos de Oliverio Cromwell, pasando por Churchill, la Dama de Hierro o la señora May; también en la Alemania de Ángela Merkel, como hemos visto en intervalos recientes; en la España de Felipe González, del presidente Aznar o de Mariano Rajoy; en los Estados Unidos de todos los tiempos, donde admiramos el esclarecedor ejemplo de consensos bipartidistas sobre instituciones y políticas nacionales importantes, o en muchos otros países civilizados que inspiran buena conducta. Y esto no puede verse como una suerte de reparto del botín político, de acuerdo entre “cúpulas”, de hontanar que origina irregularidades; se trata de lograr consensos inteligentes, de llevar a la práctica decisiones políticas y administrativas indispensables para el funcionamiento del Estado, de la economía, de la sociedad en pleno; también acuerdos para la designación de las personas más idóneas según las circunstancias y requerimientos del momento.

En los gobiernos donde no se siguen estas prácticas, se producen acciones excluyentes de sectores destacados de la sociedad; a veces se ignora incluso la voluntad de las mayorías y se designan personas poco idóneas para el desempeño de las funciones públicas. Llega también a producirse un reciclaje de fichas afectas al grupo dominante; se realiza plenamente la obediencia incondicional al líder temporal, aunque haya perdido sustento entre las mayorías populares. Es el caso del pensamiento único, de los regímenes totalitarios que gobiernan para sí mismos, para ante todo mantenerse en el poder.

Los pactos políticos no son malos ni prohibidos ni inmorales. Solo el oscurantismo populista y extremo se arroja en descalificaciones a los acuerdos que han hecho posible la viabilidad democrática de numerosos gobiernos del mundo civilizado, insistimos, para diferenciarlo de aquel donde predominan las fuerzas del mal. No es posible encarar ciertas acciones de manera aislada; suele ser necesaria la anuencia de los empresarios, de la Iglesia, de los militares, de la academia, de los intelectuales, profesionales y maestros, obviamente de los actores políticos organizados en partidos que cultivan diferentes tendencias. Así, pues, los acuerdos políticos se convierten en la columna vertebral de toda democracia, como lo demuestran experiencias maduras que se apoyan en partidos signados por una cultura de negociación y de entendimiento consensuado, responsable y realizado bajo visión de corto, mediano y largo plazos. Si un país pierde su capacidad para concretar acuerdos razonables, se expone a ser gobernado por la visión sin contrapeso de un solo partido o bien ser víctima del pérfido filibusterismo de las minorías.

Si la esencia de la democracia es el Estado de Derecho, es preciso reconocer que el voto popular no es en sí mismo, y menos aún considerado de manera aislada, un verdadero rasgo definitorio de legitimidad del gobierno en funciones. Cuando la cultura dominante en el gobierno se empeña en obstaculizar las vías democráticas y civilizadas para lograr entendimientos sustentables, es forzoso concluir que no hay en ella visión de Estado ni tampoco espíritu público. Las sectas oscuras y agavilladas en torno al poder público, suelen ensimismarse y anquilosarse en su propia torpeza. No son capaces de discernir, menos aún de sentir el clamor de la gente. Lo estamos viendo en el yerro de un desgobierno incapaz de conmoverse ante la estampa doliente de mayorías que sufren, que medran en busca de lo indispensable para apenas subsistir en nuestro piélago de crecientes calamidades. En la base de semejante postura, se encuentra ese espíritu antidemocrático e incivil que les caracteriza.

Pero el acuerdo político y democrático llegará tarde o temprano, con estos o con otros actores y representantes de las fuerzas vivas del país. Vendrá una negociación eficaz, honesta, sustentada en mutuas cesiones que construyan asentimientos y en tal medida conserven sustancialmente los intereses de las partes, que deben sobre todo alinearse con los supremos de la nación venezolana. Es indispensable –el acuerdo– y además la única vía posible para afrontar adecuadamente lo que se nos viene como República exhausta, humillada y degradada, hoy desprovista de lo mínimo necesario para trascender, aunque sin duda cuenta todavía con importantes reservas morales. He allí la esperanza de tiempos mejores.


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